miércoles, 28 de agosto de 2013

DE APERITIVO, LIRONES CON MIEL

En general, la dieta mediterránea rechaza consumir roedores, y esto es así ahora y en los tiempos de Roma. Sin embargo, existe una excepción: los lirones. En la época imperial los lirones eran especialmente considerados en las mesas de los gourmets, ya no sé si por su carne tierna y sabrosa o por moda y esnobismo. Su uso y consumo está muy documentado. En general, las fuentes apuntan a los lirones como un plato servido como entrante, cocido al horno, relleno de carne de cerdo y del propio lirón y rociado con miel y semillas de amapola.


El poeta Marcial nos habla en un epigrama (III, 58) de la costumbre de los campesinos de ofrecer “lirones soñolientos” como regalo a sus vecinos (somniculosos ille porrigit glires). Forman parte también de la famosa cena de Trimalción en el Satiricón de Petronio (XXXI, 10). En concreto, forman parte de la aparatosa gustatio o aperitivo: “Arcos en forma de puentes sostenían lirones condimentados con miel y adormideras” (Ponticuli etiam ferruminati sustinebant glires melle ac papavere sparsos...). Por supuesto, siendo un plato elegante,  el gastrónomo Apicio los menciona en una receta en De Re Coquinaria (VIII, 9):

GLIRES
Isicio porcino, item pulpis ex omni membro  glirium trito, cum pipere, nucleis, lasere, liquamine farcies glires, et sutos in tegula positos mittesin furnum aut farsos in clibano coques.

Receta de lirón
“Rellenar el lirón con carne picada de cerdo y con la carne de las extremidades del lirón picada, piñones, pimienta, laser  y garum. Una vez cosido, colocarlo en una tabla y meter en el horno, o bien en un clibanus” (Un clibanus es un tipo de olla con tapa diseñado para que el fuego se reparta por encima y por debajo de la comida, lo cual se consigue mediante la colocación de brasas tanto debajo como sobre la tapadera).

Otras fuentes escritas nos completan el cuadro de los lirones en la mesa. Cierto historiador latino conocido por relatar el proceso de decadencia del Imperio durante el siglo IV, Amiano Marcelino, al hablar de los defectos de los ricos, nos presenta una escena que bien podría haber aparecido en el Satiricón. Nos dice que “Incluso, en ocasiones, piden balanzas en los banquetes para pesar los pescados servidos, las aves e incluso los lirones, acerca de cuyo tamaño nunca antes visto parlotean y aburren a los comensales” (Rerum gestarum libri XXXI, 28.4.13). Lirones como elemento de lujo y ostentación en la mesa, reforzado por los comentarios de  los anfitriones.

“Te llevaré alguna codorniz que podrás servir a Marco acompañada de uva de Esmirna, y también seis docenas de lirones (mis lironeras están llenas), que son deliciosos con miel.” Estas palabras, que provienen de unas cartas del siglo I dC y están escritas por un tal Cassius
Octavus d’Arretium, no sólo nos confirman que el consumo de lirones era algo habitual, sino que nos dan información valiosa sobre cierto aparato, la lironera (glirarium), diseñada a propósito para cebar lirones.  
En efecto, igual que sucedía con otros animales, los lirones eran criados en cautividad para su consumo posterior.  El procedimiento nos lo describe el agrónomo Varrón (s. I aC) en su obra De re rustica: “Los lirones son cebados en orzas que muchos tienen incluso en sus casas y que los alfareros fabrican con una forma especial, pues hacen carriles en los lados y un hueco para poner la comida. En dicha orza meten bellotas, nueces o castañas y con ellas, una vez puesta la tapa, los lirones van engordando en la oscuridad” (III, 15). Parece ser que el invento de las gliraria se debe a Quinto Fulvio Lipino, un patricio que en el siglo I aC diseñó también las reservas de caza y el método para criar caracoles, según nos dice Plinio el Viejo en su Naturalis Historia (VIII, 211, 224). Como corresponde a la mentalidad romana, la naturaleza debe ser domesticada, reducida a las leyes humanas, acotada y manipulada por la mano humana para poder ser considerada un producto auténticamente civilizado.

Dichas descripciones se complementan con diferentes hallazgos, como los huesos de lirón encontrados en diferentes villas o las muestras de vasijas de terracota halladas en Pompeya y alrededores e identificadas como dichas gliraria.

Como se es lo que se come, los banquetes eran un momento idóneo para mostrar la jerarquía del anfitrión, y por ello los alimentos difíciles de encontrar, exóticos o simplemente de moda eran imprescindibles en las mesas de los elegantes o de quienes aspiraban a serlo. La capacidad económica adquirida por Roma hacia el siglo II aC había conseguido que el lujo oriental se impusiera en los modos de vida romanos, que hasta entonces habían sido mucho más austeros. Un movimiento general de reivindicación de la identidad romana fue la respuesta a estos nuevos hábitos refinados. En general, se asoció la romanidad a la austeridad de cierto pasado mitificado, y se asoció el lujo y el refinamiento con los pueblos
extranjeros y decadentes. Es por ello que en los siglos II y I aC aparecen diversas leyes suntuarias, que intentan en la medida de lo posible controlar  el exceso de gasto y de lujo que se reflejaba en los diferentes aspectos de la vida cotidiana, tales como la ropa o la cocina. La idea de fondo es volver a los ideales de frugalidad y austeridad romanos, propios de un tiempo mítico en que Roma empezaba a configurarse, ajena a la influencia oriental y griega. Así pues, diferentes Leges Sumptuariae intentaron –en vano- limitar el exceso de lujo.  En concreto la lex aemilia, del año 78 aC, regula el tipo y la naturaleza de los platos, prohibiendo expresamente el uso de lirones, de ostras y de aves exóticas. A propósito Plinio el Viejo dice: “Exstant Censoriae leges glandia in coenis glires et alia dictu minora adponi vetantes” , es decir, “son medidas  con las que los censores prohiben que se sirvan en las cenas lengua de cerdo, lirones y otros alimentos aún menos relevantes” (Naturalis Historia XXXVI, 4).

La moda de los lirones en la mesa fue decayendo como consecuencia de que éstos pasaran de moda, no como resultado de ninguna ley. Sin embargo, su uso se testimonia en los recetarios del Renacimiento y del siglo XVIII, donde aparecen como un refinamiento exquisito, y donde se cocinan prácticamente igual que en la época imperial: rellenos de carne picada y al horno. Incluso aparecen en el sur de Italia como plato especial de determinadas festividades en pleno siglo XX, manteniendo la herencia romana de ser un plato digno de celebraciones y fiestas. Actualmente, nuestro concepto de la buena alimentación ha eliminado a los lirones de los recetarios, nos parecen sucios (¡son ratones!) y nada recomendables. O nos dan pena. Tampoco nos parecen exóticos ni dignos de la alta gastronomía. Se hacen reproducciones de las recetas de lirón eliminando de los ingredientes al propio lirón y sustituyéndolo por muslos de pollo o cualquier otro alimento cuya forma final lo recuerde.  Lo que comemos es cultura. Nuestra cultura actual no admite roedores. Por una vez, en cuestión de lirones no somos romanos en la mesa.


Bibliografía extra: Colonnelli, G. “Uso alimentare dei ghiri”. Antrocom 2007. Vol 3, n. 1, 69-76

jueves, 15 de agosto de 2013

MODALES EN LA MESA II: EL EMPERADOR CLAUDIO

El emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico (10 aC – 54 dC), vulgarmente Claudio, era un grandísimo comilón y amante de los banquetes.

En la Vida de los doce Césares, de Suetonio, podemos leer que “estaba siempre dispuesto a comer y beber a cualquier hora y en cualquier lugar que fuese” (Suet. XXXIII), y que “con frecuencia organizó espléndidos festines en parajes inmensos, y de ordinario tenía hasta seiscientos convidados” (Suet. XXXII).  


En cuanto a los modales en la mesa, Suetonio nos indica algunas informaciones muy reveladoras. Por una parte, la posición de los más jóvenes en el triclinio. Generalmente a los niños y jóvenes, si se les invitaba a la cena, se les asignaba un lugar determinado a los pies del lecho triclinar. Así nos lo indica Suetonio: “Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los nobles jóvenes de ambos sexos, según antigua costumbre, comían sentados al pie de los lechos” (Suet. XXXII). Respeto a las tradiciones antiguas y decoro: cada uno en su lugar en el comedor, según dictes u posición social, edad o sexo. No todos tienen derecho a comer reclinados.

El mismo texto más adelante nos informa de una costumbre tan poco elogiada como habitual: el hecho de que algunos convidados, saltándose completamente las normas más básicas de educación, robasen objetos de valor de los anfitriones: “Recayendo sospechas en un convidado de haber robado una copa de oro, Claudio le invitó otra vez al día siguiente y le hizo servir en un vaso de barro”. Dejar en evidencia públicamente al presunto ladrón es un castigo digno de su delito.

Pero los detalles más interesantes  que hacen referencia a los modales en la mesa , y que se comentan a continuación, tienen que ver con el sueño y la digestión.

Claudio, que se hinchaba de comer y beber, tenía tendencia a dormirse justo tras la comida. ¿Era considerado de buen tono dormirse? Seguramente no, pero era una práctica bastante común. No se levantaban del triclinio sino para irse a casa una vez finalizado el convite y, entre cena y comissatio, el banquete podía alargarse hasta altas horas. Así pues, era una práctica común que, sin embargo, dejaba al sujeto a merced de  lo que los invitados y graciosos quisieran hacerle. A Claudio, antes de convertirse en emperador, cuando se dormía aprovechaban para  dispararle “huesos de aceitunas y de dátiles, o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. Solían también ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar  bruscamente, se frotase la cara con ellas” (Suet. VIII). En aquellos tiempos, siendo emperador su sobrino Calígula, a Claudio lo torturaban a menudo y, si llegaba tarde a una cena, se le dejaba dando vueltas buscando puesto en el triclinio.

Años más tarde ya no era el objeto de burlas de la corte y se podía dar el lujo de dormirse tranquilamente tras la comida. “Se acostaba de espaldas con la boca abierta y, mientras dormía, le introducían una pluma para aligerarle el estómago” (Suet. XXXIII). Aligerarse el estómago, vomitar en el comedor, era una práctica habitual, pero no deseable.

Sin embargo, otros procesos derivados de una mala digestión no eran tan bien vistos. Me refiero a las ventosidades y los eructos, que, obviamente, eran de muy mal tono.  Nuevamente una cita de Suetonio nos da la pista de lo desagradables que eran estos “regalos” en la mesa, ya que “se afirma que ideaba un edicto para permitir eructar y ventosear en su mesa –latum crepitumque ventris inconvivio emittendi- porque supo que un convidado estuvo a punto de morir por haberse contenido en su presencia” (Suet. XXXII). Gran detalle el de Claudio. Contra el protocolo per a favor de la naturaleza humana. Y es que es difícil comer y beber tanto y aguantar el tipo todo el tiempo.