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sábado, 24 de junio de 2023

¿GRIEGOS Y ROMANOS COMÍAN BICHOS?


El consumo de insectos es un tema actual y muy controvertido. Nos lo venden como un recurso barato, sostenible y rico en nutrientes. En el mundo occidental, sin embargo, no son precisamente un bocado apetecible, puesto que está cargado de connotaciones negativas: se perciben como sucios, asquerosos, exentos del listado de animales comestibles…. en pocas palabras, son inmundos.


Últimamente he encontrado varios posts en internet explicando lo habitual que era consumir insectos en la antigüedad, y hasta he encontrado varios textos que insisten en lo mucho que les gustaban los bichos a los contemporáneos de Plinio, que se ponían tibios a base de larvas. Sin embargo, nuestra tradición culinaria rechaza estas proteínas, desmarcándose entonces de esa antigüedad presuntamente entomófaga.


¿Qué hay de verdad en todo esto? 


Veamos qué nos dicen las diferentes disciplinas y las fuentes clásicas sobre el consumo de insectos en épocas antiguas.


Entomólogos, paleontólogos y antropólogos están de acuerdo en que la entomofagia se practicaba de manera habitual durante el Paleolítico, cuando larvas, hormigas y otros bichos eran objeto de recolección estacional. Sin embargo, en pleno Neolítico, con la aparición de la agricultura y la ganadería, esta práctica iría desapareciendo. El consumo de animales domésticos y de cereales cosechados se impondrá, ya que son una fuente mucho más estable de alimento. Al parecer, es en este momento cuando el consumo de insectos empieza a cargarse de connotaciones negativas. ¿Por qué? Según la antropología, es porque los insectos hacen peligrar los cultivos, y eso los acabaría asociando con las plagas y la carestía. También porque se relacionan con la transmisión de enfermedades. Así que los insectos, al menos en el mundo occidental, no sólo dejaron de consumirse, sino que se fueron cargando de valores relativos a lo sucio, lo inmundo y lo insalubre. Vamos, que se convirtieron en un tabú culinario. Pero claro, esto tampoco pasaría de la noche a la mañana.


Espiga de cebada con saltamontes.
Moneda procedente de Metaponto.



Los textos clásicos recogen el testimonio del consumo de insectos entre los pueblos bárbaros de Asia y África. Heródoto, en pleno siglo V aC, habla de los budinos, miembros de una tribu situada en Escitia, que se distinguen por ser “los únicos en aquella tierra que comen sus piojos” (Historia IV,21,109). El mismo autor nos habla de los nasamones, un pueblo extendido por la región de Libia, quienes “en verano, dejan sus rebaños cerca del mar y suben a un lugar llamado Augila para recolectar dátiles (...). También cazan langostas: después de dejarlas secar al sol, las trituran y las espolvorean sobre la leche, bebiéndosela acto seguido” (Historias IV,172). Esta misma dieta de langostas la recoge también Diodoro Sículo, ya en el siglo I aC, para el pueblo de los etíopes, a quienes llama ‘acridófagos’. Según este autor, los etíopes aprovechan la multitud de langostas que los vientos arrastran en la estación primaveral y las cazan sofocándolas con humo al pasar por un barranco. La enorme cantidad de langostas cazadas es su único sustento, por lo que se ven obligados a utilizar la salmuera para conservarlas.  Los etíopes “ni crían rebaños ni viven cerca del mar ni obtienen ningún otro recurso”, por lo que su vida es muy corta (Biblioteca Histórica III,29). Plinio también recoge esta alimentación exclusiva a base de langostas, “ahumadas y en salazón” (VI,195) que mantenía con vida a los etíopes durante unos 40 años. Ambos autores  parecen identificar esta vida breve con la alimentación pobre y triste a base de lo único que hay: las langostas. Estos bichos generaban plagas que causaban estragos en las cosechas y eran aborrecidos por todos. Plinio comenta que en la India las hay de tres pies de largo, que proceden casi siempre de África y que un enjambre era interpretado como la ira de los dioses. Plinio sigue explicando que en toda Italia, y en Grecia, y en Siria, y en la Cirenaica se habían decretado leyes para su extinción. Y, en contraste, comenta que “En cambio entre los partos éstas son apreciadas en la alimentación” (XI,106), lo mismo que las cigarras (XI,92). 


Los pueblos bárbaros, culturalmente inferiores para griegos y posteriormente romanos, no comen pan - trigo - aceite, sino que se nutren con las proteínas disponibles en el entorno: las cigarras y las langostas. También en la Biblia se mencionan estos animales como sustento. En Levítico 11:22, junto a las instrucciones precisas sobre lo que se puede y no se puede comer, se mencionan como permitidas toda clase de langostas, grillos y saltamontes, que era justamente lo que se podía encontrar en el desierto. Y en el evangelio de Mateo 3:4, se menciona que San Juan Bautista vestía con ropa muy sencilla (“estaba vestido de pelo de camello”) y se alimentaba de langostas y miel silvestre, productos disponibles que resaltaban su fortaleza de espíritu.

Una dieta pobre y digna de pueblos bárbaros, descritos siempre con un toque bastante exótico y subjetivo.


Las siete plagas de Egipto: la plaga de langostas. Biblia de Nuremberg 
https://commons.wikimedia.org/


Pero los insectos, ¡oh, sorpresa!, también aparecen en los textos como alimento de los propios griegos. 


Ateneo de Náucratis, divagando sobre los aperitivos que se tomaban en tiempos antiguos, menciona una serie de productos como las olivas en salmuera (llamadas kolymbádes), los nabos en vinagre y mostaza, las alcaparras, los pescaditos en salazón y, justamente, las cigarras. Ateneo cita a varios autores del pasado, como Aristófanes (que vivió entre los siglos V y  IV aC) en su comedia Anágyros:

¡Por los dioses! Me apasiona comer cigarra y «kerkope» capturada con una caña fina” (IV,133BC). 

No está muy claro qué es “kerkope”, pero la crítica se decanta por la cigarra hembra o alguna otra especie de chicharra, que al parecer se capturaba con una caña impregnada de algo pringoso. Por cierto, Aristóteles también explicaba que las cigarras hembras son mejores que los machos porque van cargaditas de huevos blancos y, de hecho, explica que las cigarras son deliciosas sobre todo en su fase de larva-ninfa (Historia Animalium, 556b).

También Aristófanes las nombra como producto que se podía encontrar en los mercados

El mismo individuo vende tordos, peras, panales, aceitunas, calostro, corión, higos de golondrina, cigarras, carne de lechal” (IX,372C).

Y el comediógrafo Alexis (siglo IV aC) menciona a las cigarras dentro de un elenco de alimentos muy pobres

Las partes y el conjunto de nuestra subsistencia son: haba, altramuz, verdura, rábano, algarroba, arveja, bellota, nazareno, cigarra, garbanzo, pera silvestre, y el don divino, atención para conmigo de la Diosa Madre, el higo seco, invención de una higuera frigia” (Athen. II,55A).


Moneda de Ambrakia representando a Atenea y una cigarra.


En los textos griegos, las cigarras se muestran como un residuo de tiempos pasados y, en todo caso, un recurso pobre o un remedio al que recurrir si no hay nada mejor. Nada que ver con los productos emblema de su sistema alimentario, centrado en los cereales, en el vino y en el aceite. Es decir, que se pueda comer no quiere decir que sea el alimento principal, ni el más valorado, ni siquiera que sea representativo de su culinaria, como demuestra el abandono por parte de los comensales posteriores.


En los textos escritos por autores romanos, la presencia de bichos es aún menor. Sí aparecen a menudo formando parte de compuestos medicinales o afrodisíacos, herencia de tratados griegos como los de Dioscórides o Hipócrates. Por ejemplo, las cantáridas para terapia ginecológica, enfermedades de la piel y como purgante; las chinches de cama contra las fiebres cuartanas; o cierta cucaracha (blata de los molinos), majada con aceite que es mano de santo contra el dolor de oídos. Pero  lo que es considerar el insecto como alimento, aparece poquísimo, y siempre de manera anecdótica. Por ejemplo, Plinio el Viejo nombra las larvas de cierto escarabajo como una delicia propia de las mesas más refinadas:


Estos gusanos son objeto de la lujuria, y los más grandes -que se encuentran en los robles- son un alimento muy delicado; se llaman cosses, y hasta los crían con harina para que engorden más” (NH XVII,220)


Se han identificado estos ‘cosses’ o ‘cossus’ como la larva del ciervo volante, un coleóptero que vive en los troncos de los robles, aunque también podría ser un capricornio de las encinas o cierto escarabajo del género Prionus. En todo caso, parece una extravagancia puntual de sibaritas y epicúreos, más que una práctica común. Algo llamado a no tener éxito, viendo la falta de continuidad. Igual que cuando les dio por comer cigüeña o asno o sesos de avestruz. Aparecen registrados en los textos, pero no son representativos, precisamente, de la dieta habitual.

Por cierto, también comía larvas -en este caso de picudo rojo- el rey de los indios, pero como postre: “un cierto gusano, después de frito, que se cría en la palmera datilífera” (Claudio Eliano XIV,13). Las larvas, a lo que se ve, son vistas como una golosina y no como un alimento de supervivencia. Si las cigarras y langostas parecen cosa de pobres, las larvas parecen algo decadente y exótico.



Así  pues, parece que sí, que nuestros antepasados griegos y romanos documentan el consumo de insectos tanto en sus mesas como en la de los pueblos extranjeros. Sin embargo, los bichos nunca tuvieron un lugar de honor dentro del sistema de valores alimentario, y se muestran como algo bárbaro (sustento de pueblos extranjeros, alejados del civilizado modelo clásico); como algo exótico (sobre todo entre autores romanos) o como un producto de supervivencia (si no hay nada mejor). Los datos que proporcionan simplemente documentan un uso, que debe ser cogido con pinzas. Por encima de todo, el consumo de insectos aparece como algo anecdótico, algo de lo que no podemos hacer una norma. 

Si usted duda a la hora de comerse la harina de grillos, no le va a servir de nada pensar que griegos y romanos ya lo hacían, porque no podemos apelar a la tradición en esto. De hecho, les va a recordar más a los pobres nasamones en el oasis de Audjila, entre palmeras datileras y haciendo juramentos con arena porque se les ha acabado el agua.

Aunque nosotros comemos bichos sin querer y hasta los toleramos en el colorante rojo (cochinilla), lo de hincarles el diente conscientemente, sabiendo que son bichos, es otra cosa. 


Hasta aquí el repaso entomófago de la Antigüedad.





Foto de la portada: Detalle de langosta en un mural de caza en la cámara de la tumba de Horemhab, Antiguo Egipto. https://commons.wikimedia.org/

Fuente de las monedas: https://coinweek.com/hey-theres-a-bug-on-my-ancient-coin/







domingo, 27 de febrero de 2022

DE MITECO A APICIO (I): LOS RECETARIOS GRIEGOS


La aparición de recetarios escritos por cocineros famosos tiene lugar por primera vez en la Magna Grecia. El primero de estos cocineros es Miteco de Siracusa, mencionado por Platón (Gorgias 518b) y autor de un ‘Tratado de Cocina Siciliana’ con gran renombre en su época. Miteco vivió en el siglo V aC y procedía de la isla de Sicilia, lugar que se había convertido en paradigma de la buena mesa, y cuyos habitantes eran tan comilones que hasta habían erigido un santuario dedicado a la Glotonería (Ἀδηφαγία) junto a la estatua de Deméter. Su libro se ha perdido pero se conservan fragmentos del mismo recogidos en la obra enciclopédica de Ateneo de Náucratis. La única receta conservada corresponde a un pescado muy común en el Mediterráneo, el pez cinta:

  

«Saca las tripas de la cinta una vez que le cortes la cabeza; lávala, córtala en filetes y rocíala con queso y aceite». (Ath.VII,325f)




Esta es, quizá, la receta más antigua conocida de la gastronomía europea. Y no es casualidad que corresponda a un plato de pescado. El pescado es el ingrediente preferido por las clases adineradas y define bastante bien la gastronomía de Sicilia y la Magna Grecia, que disfrutaba y explotaba todos los productos del mar. Parte de la riqueza de estas colonias griegas occidentales provenía de la pesca y la industria de la salazón de pescado, lo cual parece confirmarse también en la gran cantidad de cerámica en forma de platos decorados proveniente de esta área. El pescado es un alimento ligado estrictamente a criterios gastronómicos, no depende del sacrificio ni de las exigencias del ritual. El pescado es gula en estado puro



Plato de pescado procedente de Apulia. S.IV aC



Pero Miteco no es el único que escribió un recetario en esta época. Ateneo nombra otros autores de los siglos V y IV aC que también escribieron libros de cocina (conocidos comúnmente como Opsarytiká): Glauco de Locros, Heráclides de Siracusa, Hegesipo de Tarento -que parece que realizó un manual de repostería-, Epéneto -conocido por los nombres largos que ponía a sus platos-, Dionisio y otros tantos de los cuales no ha quedado nada. 

A través de estos autores y de sus tratados culinarios y/o recetarios podemos asomarnos a la gastronomía de la Magna Grecia. Junto al pescado, que es el producto que cuenta con mayor consideración, se apreciaban las salsas muy elaboradas. Por ejemplo, Glauco de Locros, que vivió en la segunda mitad del siglo V aC, nos habla de una salsa llamada hypósphagma,  especial para tomar con las sepias o calamares, y hecha a base de su propia tinta, silfio y caldo; aunque también tenía una segunda versión, en este caso realizada con miel, vinagre, leche, queso y hierbas aromáticas (Ath.VII 324AB). Este mismo autor escribía sobre la receta de  karýkē (καρύκη), una salsa de origen lidio realizada a base de sangre y bastantes condimentos. El mismo origen lidio -o jonio- tiene el  ‘candaulo’ (κάνδαυλος), una elaboración muy compleja que llevaba carne cocida, pan rallado, queso frigio, eneldo y caldo espeso, y del cual hablaba Hegesipo de Tarento (Ath.XII, 516D), autor también del siglo V aC. 

No es casualidad que estos autores del sur de Italia conocieran y divulgaran las recetas más características de las colonias de la Grecia asiática, las únicas que podían hacerles  sombra, pues ambos territorios contaban con la misma fama: riqueza, lujo y refinamiento en las costumbres. 

Por cierto, el candaulo tenía también diferentes versiones, una de ellas dulce, uno de esos pastelitos planos de la mejor repostería. También Heráclides de Siracusa da noticia en pleno siglo IV aC de otros pasteles que se preparaban en Sicilia para celebrar las Tesmoforias en honor a Deméter. Estos dulces se hacían de harina, miel y sésamo y tenían una curiosa forma de pubis femenino. Se llamaban mylloí (μύλλοι) (Ath.XIV 646f).



Escena de banquete. S IV aC. Museo Arqueológico Nápoles


Siciliano era también el autor de lo que parece la primera guía de viajes con acento gastronómicoSe trata del poema didáctico Hedypatheia (Ἡδυπάθεια) que se suele traducir como ‘El buen comer’, compuesto por Arquéstrato, un siciliano (de Gela o de Siracusa) que lo escribió a principios del siglo IV aC. Se conserva en 62 fragmentos dentro de la obra de Ateneo y consiste en unas recomendaciones sobre dónde encontrar los mejores platos de todo el Mediterráneo, el cual había recorrido minuciosamente, movido “por amor al placer” (Ath.VII, 278D). Con el texto de Arquéstrato nos asomamos al desarrollo culinario de la cultura griega, de la que la ‘escuela siciliana’ marcará la tendencia.


Arquéstrato no es un cocinero, pero sí un auténtico gourmet, un bon vivant, un opsofagos goloso, alguien capaz de dejarse llevar por el placer de los sentidos hasta el punto de que se decía que inspiró su filosofía a Epicuro, nada menos (Ath.VII,278F). 


Como si fuera un periodista gastronómico contemporáneo, interesado por el turismo gastronómico y el producto local,  Arquéstrato nos da consejos de todo tipo y de forma bastante detallada. Por ejemplo, nos indica dónde encontrar los mejores productos con sentencias del tipo: “En Mesina, junto al estrecho, cogerás almejas monstruosas”, o bien “Desdeña toda morralla, salvo la de Atenas”. La mayoría de las veces nos habla sobre el pescado (anguila, esturión, morena, congrio, salmonete, rodaballo, atún, bonito, caballa …) y el marisco, que ya entonces es un producto delicado, para gourmets (bogavante, ostra, vieira, almejas…); pero  también nos habla del vino (sin duda los mejores son los de Lesbos) y del pan (de cebada y de trigo). Otros consejos versan sobre la estacionalidad de los productos, es decir, cuándo es la época más adecuada para conseguirlos: “El bonito en otoño, cuando se pongan las Pléyades …” o “Cuando sale (la estrella) Sirio (el besugo) en Delos y en Eretria…”. Arquéstrato también dedica comentarios a las preparaciones culinarias. Así, conocemos un estilo de recetas ‘a la siciliana’, que debían marcar la moda del momento y que hacían las delicias de los gourmets  (los ὀψόφαγοι), que ya los había por toda la Hélade.  Abundan las referencias al pescado asado o guisado con salsas de abundante queso y aceite, o salsas de salmuera (es decir, el gáron, que tanto éxito tendrá en las mesas romanas), vinagretas diversas y abuso de orégano y silfio. 



Vendedor atún. Museo de Mandralisca, Cefalú S.IV aC


Arquéstrato hace también comentarios que suponen un juicio de valor contra esta ‘escuela siciliana’, que él encuentra demasiado recargada. Al insistir tanto, no solo nos explica sus gustos sino también que lo que estaba de moda era justo lo que critica: el barroquismo de las salsas y los condimentos.

Tomemos como ejemplo la receta de la lubina. Una vez asada el autor hace hincapié en lo que no se debe hacer: “Y que no se te acerque jamás cuando prepares este plato ningún siracusano ni italiota, pues no saben preparar los buenos pescados, sino que lo echan todo a perder de mala manera sazonándolo con queso, y salpicándolo con vinagre aguado y salmuera de silfio” (VII,311A-C).

O la del bonito, que debe envolverse en hojas de higuera y ponerlo a cocer el tiempo justo entre las brasas “con no demasiado orégano, sin queso ni tonterías” (VII,278C). Arquéstrato parece reivindicar las elaboraciones más sencillas, que pongan en valor el producto. Sin embargo, en muchos otros casos sí menciona el estilo a la moda -a la siciliana-, a base de hierbas olorosas, ralladuras de queso y picantes salsas  de salmuera. 



Escena de pesca. Boston, Museum of Fine Arts


La época helenística, marcada por la expansión militar de Alejandro el Grande por Asia Menor, Egipto, Persia, Fenicia, Judea y resto del Mediterráneo, marcará nuevos recetarios que incorporarán novedades en materia de productos, gustos y elaboraciones. Durante los siglos III y II aC aparecen los tratados de Iatrocles, que se dedicó a recoger y comparar distintas recetas de pasteles de varias regiones griegas; Mnesiteo de Atenas; Filotimo; Eutidemo de Atenas, que redactó un monográfico sobre los vegetales y otro sobre las salazones; Parmenón de Rodas; Harpocratión de Mendes, autor de un libro sobre pasteles inspirado por la gastronomía egipcia; Crisipo de Tiana, cuyo tratado sobre la elaboración del pan incluye recetas de Creta, Siria y Egipto; y por último Paxamo, que compuso una obra gastronómica en orden alfabético (Ὀψαρτυτικὰ κατὰ στοιχεῖον ) que se hizo muy popular en la Antigüedad y que será una de las obras de referencia de la culinaria latina. 


No podemos olvidar los tratados médicos dentro de las aportaciones a la culinaria griega. Desde Hipócrates de Cos, nacido en el siglo V aC, un buen número de autores dedicaron sus obras a la Medicina y también a  la Dietética. Sus ideas se basan en buena parte en la prevención de enfermedades y trastornos de la salud, para lo cual se hace imprescindible un seguimiento de normas en la alimentación. Estos tratados florecen especialmente entre los siglos III y I aC, compuestos por profesionales que velarán por el bienestar de  los grandes monarcas helenísticos. 

Aquí podemos mencionar a Apolodoro y sus consejos sobre vinos a uno de los Ptolomeos, o a Diocles de Caristo, consejero dietético del rey de Macedonia Antígono II Gónatas, por nombrar solo a algunos.


Pero sin duda los más importantes e influyentes tratados médicos relacionados con la culinaria serán de fecha posterior: Dioscórides, Rufo de Éfeso y, sobre todo, Galeno de Pérgamo, ya en el siglo II.  Alguno de estos autores, como Dioscórides o Galeno, vivieron en la misma Roma, donde sin duda crearon escuela. 


Sin ser recetarios propiamente dichos, estos libros dan muchas pistas sobre cómo tratar los alimentos para que sean adelgazantes, purgantes, astringentes o cumplan con cualquier otra norma de higiene alimentaria. En el libro de Galeno

Sobre las facultades de los alimentos, podemos leer algunas fórmulas de este tipo, como la del arroz hervido, que se prepara como cualquier otro cereal y con el fin de cortar la diarrea; la de la col salteada con aceite de oliva y garum para facilitar la evacuación del vientre; la de los huevos escalfados o la de la crema de cebada, que también recogerá Apicio con algunas pequeñas modificaciones.


Plato de pescado procedente de Magna Grecia, siglo IV a.C.



El saber gastronómico de los griegos contaba con un insuperable prestigio. ¿Redactaron en Roma tantos libros de cocina y gastronomía como en Grecia? Pues para eso les emplazo a la siguiente entrada del blog.



Prosit!