miércoles, 30 de octubre de 2013

HISTORIA ROMANA DEL TENEDOR

El tenedor es un instrumento presente en las mesas desde épocas relativamente recientes. Para ser exactos, desde el siglo XI, procedente de Constantinopla. Pero vayamos por partes.

En Roma el uso del tenedor en la mesa era desconocido. La posición recostada del triclinio hacía bastante difícil de utilizar los instrumentos para los que necesitamos las dos manos, tales como cuchillo y tenedor. Se hacían servir las viandas ya cortadas en trozos pequeños. Cada uno, recostado en el triclinio sobre el brazo izquierdo, que era el que sostenía un plato, tomaba los alimentos con la mano derecha. Ovidio en su Ars Amandi recomienda a la mujer que quiere quedar bien: “Toma la comida con los dedos”, a lo que añade “y no te restriegues el rostro con la mano sucia” (Ars Amandi 750-760). Obviamente son recomendaciones de buen tono, puesto que lo elegante era tomar una porción de comida delicadamente con los dedos. Tras esto, se limpiaban la boca con miga de pan y posteriormente con las recién inventadas servilletas.

Sin embargo, la cultura material nos enseña a menudo restos que bien pueden catalogarse de “tenedor”. ¿Lo son?

La mayoría de las veces se trata de instrumentos de cocina o instrumentos usados por los esclavos que trinchaban y cortaban los alimentos frente a los mismos comensales. Como he dicho, en el triclinio no se necesitaba el tenedor, puesto que los alimentos eran cortados por los esclavos. Así pues, no eran instrumental propio de las mesas. No podemos afirmar con tanta rotundidad si existían en las popinas y tabernas y en las mesas de todos aquellos que estuvieran comiendo sentados.

Constantinopla es la patria del tenedor entendido como un instrumento creado para llevarse cómodamente el alimento a la boca. La cocina bizantina era tan ceremoniosa como el resto de sus rituales sociales y observaba un estricto protocolo en la mesa: en el orden de las comidas, en el cambio de calzado antes de sentarse, en el uso de mantel, servilletas y  recipientes para lavarse las manos y, por supuesto, en el uso de los cubiertos. El tenedor era un invento creado para no tener que mancharse los dedos y lo usaron de forma cotidiana. Sin embargo, seguramente esto no hubiera sido posible si no hubieran hecho un cambio radical en la disposición en torno a la mesa: dejaron de comer recostados en el triclinio y se sentaron a la mesa, como actualmente hacemos.

El tenedor llegó a Europa de la mano de Teodora, hija del emperador de Bizancio. Lo utilizó en la corte de Venecia de forma habitual, provocando escándalos por su extravagancia. Si embargo, este instrumentum diaboli se acabaría difundiendo y ya en el siglo XI era corriente encontrarlo en los banquetes italianos. El resto de Europa debería esperar siglos a utilizarlo de forma habitual, puesto que parece que provocaba heridas en labios, encías y lengua, lo cual supuso bastante rechazo al principio.


La historia del tenedor va ligada a la de Roma, pero esta vez a la Roma de Oriente. 

martes, 10 de septiembre de 2013

LAS SETAS, UN MANJAR DE DIOSES

El paladar romano asociaba la elegancia con el lujo. En la mesa, un alimento era especialmente preciado, elegante y refinado si cumplía algunos de los siguientes requisitos: si era un alimento raro, poco común; si era difícil de conseguir; si era muy caro (consecuencia de los otros dos). El sabor más o menos exquisito pasaba a un segundo lugar. En el caso de las setas  se dan todos esos requisitos, pues ni se consiguen todo el año, ni se conservan frescas fácilmente, ni eran asequibles a todos los bolsillos. Además se da la circunstancia de que su exquisito sabor satisfacía todos los paladares. Hemos de añadir también otro factor que las convierten en verdaderos alimentos de lujo: al consumirlas, existe el riesgo de intoxicación, lo cual las hace sumamente atractivas a ojos de los elegantes comensales que se aburrían fácilmente de los alimentos más triviales. Las setas, siempre en la mesa de los ricos, eran consideradas un manjar de dioses.

La gran consideración y la jerarquía de las setas se ponen de manifiesto en el hecho de ser el único alimento, según Plinio el Viejo, merecedor de las atenciones del propio anfitrión, que las preparaba con sus propias manos, y utilizando además cuchillos de ámbar y vajilla de plata, imaginando mientras tanto su delicado sabor (quando ipsae suis manibus deliciae praeparant hunc cibum solum et cogitatione ante pascuntur sucinis novaculis aut argenteo apparatu comitante, Nat. XXII, 99).
Las setas se servían en platos y bandejas propios, no aptos para servir otros alimentos. Marcial (XIV, 101) se queja  de que cierta bandeja de setas se haya utilizado para los brócolis:  “Por más que me hayan otorgado las setas un nombre tan prestigioso, sirvo, ¡qué vergüenza!, para los brócolis”: Boletaria: Cum mihi boleti dederint tam nobile nomen, trototomis –pudet heu!- seruio coliculis.


El arte de limpiar y preparar setas –y trufas-  correctamente exigía un conocimiento  que se transmitía de padres a hijos, lo cual implica nuevamente la jerarquía del alimento. Dicha información la proporciona Juvenal en su Sátira XIV, 6-8: nec melius de se cuiquam sperare propinqui concedet iuuenis, qui radere tubera terrae, boletum condire et eodem iure natantis mergere ficedulas didicit nebulone parente et cana monstrante gula.
Marcial (XIII, 48), también nos dice que “Plata y oro es fácil, es fácil mandar mantos y togas; mandar setas es difícil”, puesto que son tan apreciadas que nadie quiere desprenderse de ellas, es mucho mejor comérselas. (Argentum atque aurum facilest laenamque  togamque mittere;  boletos mittere difficile est).


Las setas eran aún más apreciadas por el riesgo de envenenamiento que implicaba comerlas. El propio Plinio el Viejo nos describe algunos rasgos que ayudan a identificar  las setas venenosas, como el color rojizo, la apariencia pútrida o el color lívido en el interior (“quorundam ex iis facile noscuntur uenena diluto rubore, rancido aspectu, liuido intus colore” Nat.XLVI, 92), aunque reconoce que no siempre son rasgos fiables. También nos indica la manera de que dejen de ser peligrosas: “son seguras cocinadas con la carne o con el tallo de las peras; también funcionan las peras ingeridas inmediatamente después. Erradica el veneno también la naturaleza del vinagre” (tutiores fiunt cum carne cocti aut cum pediculo piri; prosunt et pira confestim sumpta. Debellat eos et aceti natura contraria iis. Nat. XXII, 99). Es decir, a menudo eran ponzoñosas. Es por ello que también eran un vehículo idóneo para envenenar a alguien. De hecho, es famosa la muerte por envenenamiento del emperador Tiberio Claudio a manos de su mujer Agripina, mencionada por Marcial (I, 20), Plinio (Nat. XLVI, 92), o Suetonio (Claud. XLIV, 2).


Dejando de lado esta faceta escabrosa, las setas –y las trufas- se servían con otros alimentos de igual rango: hígado de oca, capón, jabalí, ostras y similares golosinas. Por otra parte, eran conocidas las mismas especies que actualmente, tal  y como lo refleja la cultura material en forma de mosaicos y frescos, aunque los textos se suelen referir genéricamente a ellos como “boletos”, “boletos fungos” y  “fungi  farnei” para las setas, y “tubera” para las trufas.  Las diferentes traducciones suelen apuntar a un tipo de hongo en concreto, pero yo prefiero mencionarlas simplemente como “setas” o “trufas”. Cada cual elija si prefiere poner níscalos, champiñones, hongos blancos  o amanitas cesáreas.
Apicio nos da algunos apuntes para conservar las trufas:

TUBERA UT DIU SERUENTUR
Tubera quae aquae non uexauerint componis in uas alternis, alternis scobem siccam mittis et gipsas et loco frigido pones. (Ap. I, XII, 10)

CÓMO CONSERVAR LAS TRUFAS
Colocar las trufas, que aún no hayan sido puestas en agua, dentro de un recipiente, poniendo encima de ellas de forma alternada una capa de serrín seco y otra de trufas y así sucesivamente. Tapar con yeso y guardar en sitio fresco.

El mismo Apicio proporciona también varias recetas para cocinar trufas y setas, aunque todas son bastante parecidas y acumulan los mismos ingredientes: garum, vino dulce, miel, especias...
Acabamos con un par de recetas extraídas de De Re Coquinaria:
Libro VII, XIII, 4   SALSA PARA SETAS
Vino dulce y un manojo de cilantro fresco. Después de su ebullición, sacar el manojo y servir.

BOLETOS FUNGOS
Caroenum, fasciculum coriandri uiridis. Ubi ferbuerint, exempto fasciculos inferes.

Libro VII, XIV, 4   OTRA RECETA DE TRUFAS
Pimienta, menta, ruda, miel, aceite y un poco de vino. Poner  a calentar y servir.

ALITER TUBERA
Piper, mentam, rutam, mel, oleum, uinum modicum. Calefacies et inferes.

Bon appetit!

miércoles, 28 de agosto de 2013

DE APERITIVO, LIRONES CON MIEL

En general, la dieta mediterránea rechaza consumir roedores, y esto es así ahora y en los tiempos de Roma. Sin embargo, existe una excepción: los lirones. En la época imperial los lirones eran especialmente considerados en las mesas de los gourmets, ya no sé si por su carne tierna y sabrosa o por moda y esnobismo. Su uso y consumo está muy documentado. En general, las fuentes apuntan a los lirones como un plato servido como entrante, cocido al horno, relleno de carne de cerdo y del propio lirón y rociado con miel y semillas de amapola.


El poeta Marcial nos habla en un epigrama (III, 58) de la costumbre de los campesinos de ofrecer “lirones soñolientos” como regalo a sus vecinos (somniculosos ille porrigit glires). Forman parte también de la famosa cena de Trimalción en el Satiricón de Petronio (XXXI, 10). En concreto, forman parte de la aparatosa gustatio o aperitivo: “Arcos en forma de puentes sostenían lirones condimentados con miel y adormideras” (Ponticuli etiam ferruminati sustinebant glires melle ac papavere sparsos...). Por supuesto, siendo un plato elegante,  el gastrónomo Apicio los menciona en una receta en De Re Coquinaria (VIII, 9):

GLIRES
Isicio porcino, item pulpis ex omni membro  glirium trito, cum pipere, nucleis, lasere, liquamine farcies glires, et sutos in tegula positos mittesin furnum aut farsos in clibano coques.

Receta de lirón
“Rellenar el lirón con carne picada de cerdo y con la carne de las extremidades del lirón picada, piñones, pimienta, laser  y garum. Una vez cosido, colocarlo en una tabla y meter en el horno, o bien en un clibanus” (Un clibanus es un tipo de olla con tapa diseñado para que el fuego se reparta por encima y por debajo de la comida, lo cual se consigue mediante la colocación de brasas tanto debajo como sobre la tapadera).

Otras fuentes escritas nos completan el cuadro de los lirones en la mesa. Cierto historiador latino conocido por relatar el proceso de decadencia del Imperio durante el siglo IV, Amiano Marcelino, al hablar de los defectos de los ricos, nos presenta una escena que bien podría haber aparecido en el Satiricón. Nos dice que “Incluso, en ocasiones, piden balanzas en los banquetes para pesar los pescados servidos, las aves e incluso los lirones, acerca de cuyo tamaño nunca antes visto parlotean y aburren a los comensales” (Rerum gestarum libri XXXI, 28.4.13). Lirones como elemento de lujo y ostentación en la mesa, reforzado por los comentarios de  los anfitriones.

“Te llevaré alguna codorniz que podrás servir a Marco acompañada de uva de Esmirna, y también seis docenas de lirones (mis lironeras están llenas), que son deliciosos con miel.” Estas palabras, que provienen de unas cartas del siglo I dC y están escritas por un tal Cassius
Octavus d’Arretium, no sólo nos confirman que el consumo de lirones era algo habitual, sino que nos dan información valiosa sobre cierto aparato, la lironera (glirarium), diseñada a propósito para cebar lirones.  
En efecto, igual que sucedía con otros animales, los lirones eran criados en cautividad para su consumo posterior.  El procedimiento nos lo describe el agrónomo Varrón (s. I aC) en su obra De re rustica: “Los lirones son cebados en orzas que muchos tienen incluso en sus casas y que los alfareros fabrican con una forma especial, pues hacen carriles en los lados y un hueco para poner la comida. En dicha orza meten bellotas, nueces o castañas y con ellas, una vez puesta la tapa, los lirones van engordando en la oscuridad” (III, 15). Parece ser que el invento de las gliraria se debe a Quinto Fulvio Lipino, un patricio que en el siglo I aC diseñó también las reservas de caza y el método para criar caracoles, según nos dice Plinio el Viejo en su Naturalis Historia (VIII, 211, 224). Como corresponde a la mentalidad romana, la naturaleza debe ser domesticada, reducida a las leyes humanas, acotada y manipulada por la mano humana para poder ser considerada un producto auténticamente civilizado.

Dichas descripciones se complementan con diferentes hallazgos, como los huesos de lirón encontrados en diferentes villas o las muestras de vasijas de terracota halladas en Pompeya y alrededores e identificadas como dichas gliraria.

Como se es lo que se come, los banquetes eran un momento idóneo para mostrar la jerarquía del anfitrión, y por ello los alimentos difíciles de encontrar, exóticos o simplemente de moda eran imprescindibles en las mesas de los elegantes o de quienes aspiraban a serlo. La capacidad económica adquirida por Roma hacia el siglo II aC había conseguido que el lujo oriental se impusiera en los modos de vida romanos, que hasta entonces habían sido mucho más austeros. Un movimiento general de reivindicación de la identidad romana fue la respuesta a estos nuevos hábitos refinados. En general, se asoció la romanidad a la austeridad de cierto pasado mitificado, y se asoció el lujo y el refinamiento con los pueblos
extranjeros y decadentes. Es por ello que en los siglos II y I aC aparecen diversas leyes suntuarias, que intentan en la medida de lo posible controlar  el exceso de gasto y de lujo que se reflejaba en los diferentes aspectos de la vida cotidiana, tales como la ropa o la cocina. La idea de fondo es volver a los ideales de frugalidad y austeridad romanos, propios de un tiempo mítico en que Roma empezaba a configurarse, ajena a la influencia oriental y griega. Así pues, diferentes Leges Sumptuariae intentaron –en vano- limitar el exceso de lujo.  En concreto la lex aemilia, del año 78 aC, regula el tipo y la naturaleza de los platos, prohibiendo expresamente el uso de lirones, de ostras y de aves exóticas. A propósito Plinio el Viejo dice: “Exstant Censoriae leges glandia in coenis glires et alia dictu minora adponi vetantes” , es decir, “son medidas  con las que los censores prohiben que se sirvan en las cenas lengua de cerdo, lirones y otros alimentos aún menos relevantes” (Naturalis Historia XXXVI, 4).

La moda de los lirones en la mesa fue decayendo como consecuencia de que éstos pasaran de moda, no como resultado de ninguna ley. Sin embargo, su uso se testimonia en los recetarios del Renacimiento y del siglo XVIII, donde aparecen como un refinamiento exquisito, y donde se cocinan prácticamente igual que en la época imperial: rellenos de carne picada y al horno. Incluso aparecen en el sur de Italia como plato especial de determinadas festividades en pleno siglo XX, manteniendo la herencia romana de ser un plato digno de celebraciones y fiestas. Actualmente, nuestro concepto de la buena alimentación ha eliminado a los lirones de los recetarios, nos parecen sucios (¡son ratones!) y nada recomendables. O nos dan pena. Tampoco nos parecen exóticos ni dignos de la alta gastronomía. Se hacen reproducciones de las recetas de lirón eliminando de los ingredientes al propio lirón y sustituyéndolo por muslos de pollo o cualquier otro alimento cuya forma final lo recuerde.  Lo que comemos es cultura. Nuestra cultura actual no admite roedores. Por una vez, en cuestión de lirones no somos romanos en la mesa.


Bibliografía extra: Colonnelli, G. “Uso alimentare dei ghiri”. Antrocom 2007. Vol 3, n. 1, 69-76

jueves, 15 de agosto de 2013

MODALES EN LA MESA II: EL EMPERADOR CLAUDIO

El emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico (10 aC – 54 dC), vulgarmente Claudio, era un grandísimo comilón y amante de los banquetes.

En la Vida de los doce Césares, de Suetonio, podemos leer que “estaba siempre dispuesto a comer y beber a cualquier hora y en cualquier lugar que fuese” (Suet. XXXIII), y que “con frecuencia organizó espléndidos festines en parajes inmensos, y de ordinario tenía hasta seiscientos convidados” (Suet. XXXII).  


En cuanto a los modales en la mesa, Suetonio nos indica algunas informaciones muy reveladoras. Por una parte, la posición de los más jóvenes en el triclinio. Generalmente a los niños y jóvenes, si se les invitaba a la cena, se les asignaba un lugar determinado a los pies del lecho triclinar. Así nos lo indica Suetonio: “Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los nobles jóvenes de ambos sexos, según antigua costumbre, comían sentados al pie de los lechos” (Suet. XXXII). Respeto a las tradiciones antiguas y decoro: cada uno en su lugar en el comedor, según dictes u posición social, edad o sexo. No todos tienen derecho a comer reclinados.

El mismo texto más adelante nos informa de una costumbre tan poco elogiada como habitual: el hecho de que algunos convidados, saltándose completamente las normas más básicas de educación, robasen objetos de valor de los anfitriones: “Recayendo sospechas en un convidado de haber robado una copa de oro, Claudio le invitó otra vez al día siguiente y le hizo servir en un vaso de barro”. Dejar en evidencia públicamente al presunto ladrón es un castigo digno de su delito.

Pero los detalles más interesantes  que hacen referencia a los modales en la mesa , y que se comentan a continuación, tienen que ver con el sueño y la digestión.

Claudio, que se hinchaba de comer y beber, tenía tendencia a dormirse justo tras la comida. ¿Era considerado de buen tono dormirse? Seguramente no, pero era una práctica bastante común. No se levantaban del triclinio sino para irse a casa una vez finalizado el convite y, entre cena y comissatio, el banquete podía alargarse hasta altas horas. Así pues, era una práctica común que, sin embargo, dejaba al sujeto a merced de  lo que los invitados y graciosos quisieran hacerle. A Claudio, antes de convertirse en emperador, cuando se dormía aprovechaban para  dispararle “huesos de aceitunas y de dátiles, o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. Solían también ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar  bruscamente, se frotase la cara con ellas” (Suet. VIII). En aquellos tiempos, siendo emperador su sobrino Calígula, a Claudio lo torturaban a menudo y, si llegaba tarde a una cena, se le dejaba dando vueltas buscando puesto en el triclinio.

Años más tarde ya no era el objeto de burlas de la corte y se podía dar el lujo de dormirse tranquilamente tras la comida. “Se acostaba de espaldas con la boca abierta y, mientras dormía, le introducían una pluma para aligerarle el estómago” (Suet. XXXIII). Aligerarse el estómago, vomitar en el comedor, era una práctica habitual, pero no deseable.

Sin embargo, otros procesos derivados de una mala digestión no eran tan bien vistos. Me refiero a las ventosidades y los eructos, que, obviamente, eran de muy mal tono.  Nuevamente una cita de Suetonio nos da la pista de lo desagradables que eran estos “regalos” en la mesa, ya que “se afirma que ideaba un edicto para permitir eructar y ventosear en su mesa –latum crepitumque ventris inconvivio emittendi- porque supo que un convidado estuvo a punto de morir por haberse contenido en su presencia” (Suet. XXXII). Gran detalle el de Claudio. Contra el protocolo per a favor de la naturaleza humana. Y es que es difícil comer y beber tanto y aguantar el tipo todo el tiempo. 


martes, 23 de julio de 2013

CICERÓN, MORALISTA Y DÉBIL DE ESTÓMAGO


Todos conocemos al gran orador Marco Tulio Cicerón (106 aC – 43 aC) en su faceta de filósofo, escritor, jurista y político con justa notoriedad en la República romana. También fue un moralista ideológicamente conservador, en esa época en la que Roma se está haciendo dueña del Mediterráneo y empieza a refirnarse hasta el extremo de que la “mítica” frugalidad de antaño es reclamada por los moralistas como signo de autenticidad y dureza de espíritu, lejos de la decadencia que promete el refinamiento y el lujo.

En el caso de Cicerón, sin embargo, esta pose en favor de la frugalidad tiene una parte tanto ideológica como higiénica, y es que el gran orador padecía de cierta debilidad en su tracto digestivo que le impedía hincharse debidamente en los banquetes, con las consecuencias sociales que eso comporta.  Plutarco en sus Vidas Paralelas (Cicerón, III) nos dice que “era delgado y de pocas carnes y tenía un estómago débil que no admitía sino poca y tenue comida, y aun esto muy a deshora”.  ¿Enfermedad de Crohn, síndrome de colon irritable, intolerancia a la lactosa, úlcera péptica, gastritis, pancreatitis…? Cualquier cosa es posible. La cuestión es que para nuestro moralista debió ser difícil cumplir con las obligaciones sociales que se expresaban mediante los banquetes, ya que, no lo olvidemos, era un político, y durante las cenas se tejían las redes de relaciones, los complots, se desvelaban intereses, se conseguían los votos… en fin, se afianzaban las redes de clientes,
se constituían coaliciones, se iniciaban conspiraciones… Las cenas eran imprescindibles para ser alguien en Roma.

Es fácil imaginar a nuestro hombre posicionándose entre las filas del conservadurismo también en materia culinaria: seamos frugales como nuestros antepasados, no caigamos en la decadencia de los orientales, no derrochemos inútilmente el dinero en cenas costosas, volvamos a los productos esencialmente romanos… Sobre todo porque ese era el tipo de comida que posiblemente le sentaba bien.  No es que no fuese un estoico, pero su posible enfermedad le resta credibilidad a su postura a favor de la frugalidad. Oportunismo, vamos.

Parece que su plato favorito era un plato hecho a base de queso fresco y otros ingredientes no muy ilustres, cocido en el horno y quizá hecho de hojaldre, llamado tirotarico. Dicho plato no contaba con una fama precisamente de refinamiento, ya que era un plato bastante frugal. En una de sus cartas a Papirio Peto (IX, 16) protesta justamente porque se le acusa de comer este plato con gusto, a lo que él dice que “Esto lo soportaba yo antes fácilmente; ahora es otro cantar. Tengo como discípulos de elocuencia a Hircio y a Dolabela, que luego son mis maestros en la cena. Pienso que tú has oído, si es que os llegan todas las noticias, que ellos declaman en mi casa y que yo ceno en las suyas”. Y más adelante manifiesta su gusto “actual”: “No busco cenas de ésas que dejan grandes restos; lo que se sirva que sea magnífico y exquisito”.

Nuestro orador se había creado una fama de moralista adepto a la frugalidad que lo había aislado de los circuitos gastronómicos. A través de sus epístolas se observa un intento de reinserción en las mesas de sus amigos. Por ejemplo, en la epístola Ad familiares IX, 16 leemos: “Vengo con un apetito que se conserva inalterado desde el huevo al rustido. Todas las dotes de frugalidad que te complacías en otorgarme (“¡Oh, qué hombre sencillo, qué huésped de tan poco gasto!”) se han esfumado. He dicho adiós a todas las preocupaciones y me he pasado al campo de Epicuro. Prepárate para hacer frente a un devorador… pero refinado”.

Da un poco de pena este intento de salir del aislamiento social en el que quedaba relegado por su ideología y, sobre todo, por su mala salud.  
En su caso, participar de los convites –cuando participaba- tuvo que ser una obligación y no un placer, una obligación con consecuencias graves en su salud. En cierta cena propiciada por Léntulo, a la que acudió por la promesa de contener sólo productos de la tierra –apta para veganos, vaya-, contrajo una diarrea tan violenta que lo postró en la cama durante días debiendo mantener ayuno completo. Convencido de que la cena estaba formada sólo por productos saludables –los comensales quisieron honrar a cierta ley suntuaria-, cayó en la trampa de consumir legumbres, verduras, setas… bien aliñados y, quién sabe si por la cantidad o por los ingredientes, la cuestión es que contrajo un cólico tan violento que él mismo dice: “Seré más cauto en el futuro” (Ad familiares, VII, 26).

En conclusión, participar en la política y en la vida social romana requería también de una participación gastronómica. El banquete era el lugar donde se fraguaban las alianzas políticas, las amistades interesantes y los contactos electorales. Pero también donde se perdían o conservaban los amigos, donde se podía fraguar y mantener una amistad. En la época romana una cena pensada con productos saludables o vegetariana era impensable, a menos que fuera entre muy pocos amigos. Cicerón sufrió en sus carnes la dictadura social de los banquetes.

Para saber más: Gianni Race. La cucina del mondo antico. Edizioni Scientifiche Italiane.

lunes, 24 de junio de 2013

LOS COCINEROS Y EL SERVICIO DE MESA EN LOS BANQUETES

Las cenas en Roma suponían un escenario de representación social con múltiples significados. Ostentación de riqueza y estatus, culto a la personalidad del anfitrión, marca de igualdad o jerarquía, reproducción de vínculos sociales o lugar para el ocio y el hedonismo, el banquete necesitaba para celebrarse con éxito de un ejército de servidores que cumplieran hasta el más mínimo detalle con las necesidades del acto social que era la cena.


La sala donde se celebraba el banquete se veía  incesantemente  concurrida por un numeroso grupo de esclavos dedicados a tareas muy específicas. Poseer un alto número de esclavos era un lujo y motivo de ostentación, y éstos se elegían en función de sus habilidades o su capacidad decorativa.


Entre los que tenían una mayor consideración estaban el nomenclator y el jefe de cocina. El nomenclator recordaba el nombre de los invitados a la entrada del convite y los acompañaba a su puesto en el triclinio. A menudo aconsejaba al anfitrión también sobre dónde colocar a cada invitado, lo cual era sumamente importate, pues cada asignación en el triclinio implicaba un grado diferente de dignidad y jerarquía social. El jefe de cocina, o archimagirus o tricliniarcha, era el encargado de que toda la cena se sirviera correctamente, de que se mantuviera la etiqueta y la limpieza  y se sirviera cada plato en su momento. Tenía un gran conocimiento de los tipos de carne y de los cortes más adecuados para cada una de ellas, y por eso  a menudo era el structor o scalcus, es decir, quien tenía una gran formación en las habilidades de trocear y repartir la carne. Éste controlaba a todos los demás servidores y trinchantes. En las manos de los esclavos estaba el éxito del banquete y del anfitrión, así que es fácil imaginar que los que tenían la función de controlar y coordinar toda la actividad que tenía lugar en el triclinio eran esclavos muy valorados, que podían permitirse el lujo de improvisar movimientos de espadachín con los cuchillos o cortar la carne al ritmo de la música.
En la cocina se hallaban el  o los cocineros, que podían ser propios o alquilados para la ocasión. En general, el cocinero no gozaba de una buena consideración.  Sin embargo, su papel en el éxito de la cena era indispensable. El buen cocinero era siempre hombre (no constan datos sobre cocineras) y se dedicaba profesionalmente a ello. Debía conocer la salsa adecuada a cada ocasión, tratar los alimentos con sumo cuidado y componer los platos con sabiduría y gracia. Para ello debía poseer sentido artístico, lo cual garantizaba más o menos la admiración de los comensales. Era también muy importate que supiera aliñar y combinar el alimento con las correspondientes salsas y especias.  El cocinero debía conocer a la perfección el gusto del anfitrión y saber contentar su gula. Un buen cocinero contribuía a aumentar el prestigio del jefe. Por eso era importante que fueran buenos profesionales fijos en la casa.
En caso de necesidad se podían alquilar los servicios de otros cocineros pero éstos generalmente no gozaban de buena reputación y a menudo se les tildaba de ladrones. La cuestión es que, no conociendo los gustos del patrón, era bastante difícil que pudiera contentar a la clientela.  El cocinero debía de ser capaz de componer un menú con los ingredientes que previamente había comprado el patrón en el mercado: la libertad creativa está, pues, limitada. Por otra parte trabajaba en la cocina, lugar sucio, insalubre por el humo y los vapores, y ruidoso. Las cocinas se alejan del triclinio lo más posible porque muestran una realidad difícil de dulcificar. El cocinero, por más que es imprescindible para que la cena funcione, siempre está asociado a unas connotaciones serviles que parecen unidas al entorno en el que se desenvuelve: lo mismo que la cocina es peligrosa, insana y sucia, el cocinero también adquiere, por contacto, una degradación social de la que no se pudo librar en la Antigüedad. Por supuesto si el cocinero incurría en algú error, al ser esto motivo de mala imagen social para el anfitrión, era golpeado sin remilgos. “Te parece que soy cruel y demasiado glotón, Rústico, porque a causa de la cena golpeo al cocinero. Si esto te parece una causa liviana para los azotes, ¿por qué motivo, pues, quieres que sea azotado mi cocinero?” leemos en Marcial (8, 23). Una comida mal preparada o aliñada, un alimento demasiado crudo, un plato servido a destiempo suponían un problema de imagen para el anfitrión: un bochorno público  que derivaría sin duda en comentarios y cotilleos posteriores. Lo único que podía hacer el patrón para compensarlo era azotar ahí mismo al cocinero, habitualmente amedrentado en los textos literarios.

El resto de esclavos que podemos encontrar deambulando por la sala del triclinio pertenecen a varias tipologías. Los que tienen encomendadas las tareas menos agradables son los analecta, quienes se encargaban de la limpieza, recoger las mesas, barrer los desperdicios del suelo, etc. Posiblemente también lavaran los pies a los invitados antes de comenzar la cena,  en el ritual que también implicaba quitarse las sandalias y ponerse muy cómodo antes de subir al triclinio (soleas deponere). Al respecto de los que barrían el suelo, los scoparii, hay que decir que hacían su labor de forma ritualizada, ya que no se podía barrer en cualquier momento; por ejemplo, era de pésimo gusto barrer cuando un comensal se levantaba dela mesa. Por otra parte, ningún alimento caído al suelo se podía recoger, pues ya formaba parte del mundo de los espíritus y los Lares. Estos restos se recogían para ser ofrecidos a los dioses en la lustratio, una limpieza entre ritual e higiénica en la que los scoparii participaban purificando el suelo con una capa de serrín y azafrán. Estos sirvientes iban poco arreglados y llevaban la barba y la cabeza rapadas.

Los ministratores o ministri tenían a su cargo el servicio de la cena. Se dedicaban a presentar los platos y eran bastante hermosos y exóticos.  Muy jóvenes y de aspecto muy cuidado, servían de marco decorativo al servicio de platos no menos exóticos. A menudo eran griegos, alejandrinos, frigios, sirios, y a menudo ni siquiera entendían el latín. Pero no sólo eran decorativos, debían por fuerza tener experiencia en servir las mesas y en reaccionar ante cualquier eventualidad que surgiera.  En ocasiones hasta recordaban a su patrón normas de comportamiento o le sugerían obras literarias para lucimiento de éste.  

Pero aún había un tercer tipo: los que escanciaban el vino. Estos eran los más jóvenes y hermosos y su actividad se intensificaba durante la comissatio. La idea era parecerse a Ganímedes, el copero celestial, y por ello solían ser niños imberbes que frecuentemente combinaban su labor de escanciadores con la de eventuales amantes.
Vino y erotismo suelen hacer un buen tándem. Recordemos a Marcial: “Dame, niño, besos humedecidos con viejo falerno, dame copas cuyo nivel hayan hecho bajar tus labios. Si a esto añades los goces verdaderos de Venus, diré que a Júpiter no le va mejor con Ganímedes” (11, 26). Más claro, el agua.

Por último, cada comensal llevaba consigo al menos un esclavo, un seruus ad pedes, que permanecía siempre junto  a él, tras el lecho y preferentemente de pie. Su función era prestarle los servicios necesarios, como asistirle en el alivio del estómago, recoger las sobras en la servilleta, ayudar en el alivio de la vejiga, mantener en pie a un amo mareado, etc.


Como en el caso de los cocineros, todos los esclavos podían ser azotados si se equivocaban o no desempeñaban bien su cargo.  Sin embargo, en algunos casos también fueron tratados con el mismo rango que los familiares.


La cena es un acto social completo, un universo con normas estrictas. En las cenas se rinde culto a la personalidad del anfitrión y todos los elementos se combinan para crear ese ambiente de lujo y perfección al que se aspira. El conjunto de esclavos y cocineros es, pues, un factor de lujo más, una ocasión para convertir la cena en arte. 

domingo, 9 de junio de 2013

TARRACO A TAULA: FOIE CON COL

Brutal el plato fuerte del menú degustación romano del restaurante AQ de Tarragona. Brutal por lo bueno y por el acierto en la elección de ingredientes, completamente representativos del mundo romano.


Por una parte el foie. Roma fue experta en la construcción de alimentos. Lejos de conformarse con recolectar o zamparse un animal puesto al fuego, los romanos se dedicaban a elaborar su alimento, a manipular la naturaleza hasta conseguir creaciones propias, ya que esto los reafirmaba en la superioridad de la civilización. Uno de estos alimentos es el foie.  

Para conseguirlo se debía engordar las ocas con una papilla hecha de agua y harina, o con higos (de ahí el nombre iecur ficatum > hígado), la cual se suministraba por la fuerza dos veces al día. Interesaba también que el animal no se moviese mucho, por lo que estaban encerrados en un sitio oscuro. El hígado de estas ocas crecía exageradamente y ahí es donde se obtenía el foie. Las noticias sobre este plato proceden de Plinio el Viejo, en su Naturalis Historia, donde atribuye el invento al mítico Apicio. Plinio nos dice: “Se usa una técnica especial, procedimiento inventado por Marco Apicio: (las ocas) son engordadas con higos secos y mueren de náusea dándoles de beber vino con miel”. Huelga decir que el foie es un plato digno de la mesa de los patricios, nada accesible a monederos ajustados. Suele pasar con las aves de corral.


Por otra parte la col.  Si el foie era el representante de la cena lujosa, la col lo es del ideal de frugalidad romano. La col representa en sí misma la austeridad. La col es una verdura modesta que, sin embargo, es exaltada por Catón hasta la saciedad.
Catón el Viejo
Era considerada como una verdura muy útil por sus propiedades dietéticas y curativas. En Catón la dietética y la gastronomía se funden en una, y la col aparece como un remedio milagroso para todo: para curar la gota, el insomnio, los cólicos... Incluso es un remedio contra la borrachera: antes de beber, hay que engullir unas cuantas hojas crudas de col aliñadas con vinagre; al volver del banquete, hay que comer al menos otras seis hojas de col crudas remojadas en vinagre. Ahí tenemos una muestra del contenido “moral” de los alimentos: las austeras coles, esencia del romano tradicional, intentan taponar el efecto devastador del lujo, esencia del romano del imperio, rico y sofisticado (y decadente, para Catón).


Plato que aúna  sofisticación y valores tradicionales, el foie con col que nos sirvieron en el restaurante AQ era una explosión de sabores que combinaban a la perfección. 

TARRACO A TAULA: EL PAN DE LA COLONIA

El pan es uno de los alimentos principales de la cultura romana. Vamos, que me atrevo a decir que es el principal alimento de la cultura romana, el que más la representa. Ya es archiconocido el hecho de que, junto al aceite y al vino,  es un alimento que define la civilización mediterránea.  Y ello es porque representa una creación humana, un producto íntegramente cultural. El pan no es un recurso natural porque hay que hacerlo, inventarlo, crearlo. El pan representa el triunfo del ser humano y de su técnica sobre los meros recursos naturales. El pan es, por ello, pura civilización.

De panes en Roma había de muchos tipos. Teniendo la importancia cultural de alimento ideal se le podía llamar pan incluso a lo que no lo era, como la puls o las tortas cocidas sobre las brasas. No todo el mundo optaba a poder comprar un buen pan, y no siempre éste existió como tal, ya que hubo que ir perfeccionando la técnica.

En el festival romano de Tarraco Viva hemos podido degustar un pan hecho al estilo romano, un pan como el que se vendía en el forum de la colonia. Lo pudimos probar en el restaurante AQ, donde lo sirven tibio, recién horneado.  Es un pan hecho de varios cereales, como el trigo, la cebada,la  escanda, el  centeno y el trigo sarraceno, al que se le ha añadido algo de miel, que se percibe en el paladar sólo cuando el pan se enfría. Un óptimo pan que mantiene el equilibrio en los sabores.



TARRACO A TAULA: IV

La degustación de platos no es un invento reciente. Probar una pequeña porción de diversas cosas suculentas era una práctica romana habitual en los banquetes. El menú romano de degustación del restaurante AQ de Tarragona se completaba, además de los platos ya comentados, con otros platillos que paso a comentar en breve.

En la gustatio, junto a los puerros, se nos sirvió un carpaccio de pies de cerdo con higos. Plato exquisito que combina dos elementos vitales en la mesa romana: el clásico cerdo, animal diseñado directamente para el consumo humano, y los higos, en este caso rehidratados. El plato combinaba el sabor dulce y salado y las diferentes texturas a la perfección.


A este plato le seguía el moretum, receta imposible de evitar en toda degustación. En este caso estaba hecho con rulo de cabra y muy especiado con hojas verdes, especialmente la menta, que invadía el paladar. También se percibía, aunque sin exagerar, el ajo, la pimienta y el cilantro. Junto a ello, unas torraditas de pan también especiado.


La prima mensa constaba de tres platos, siendo el más contundente el foie con col. Los anteriores eran un puré de habas con tocino, pura esencia de la romanidad más frugal, y unos calamares rellenos con tirabeques, única representación del pescado en el menú.


Si el primero podía ser un plato de Catón, fruto de la recolecta de las habas del huerto, cocidas y trituradas y aderezadas con un poco de tocino, el segundo era algo más lujoso: unos calamares rellenos con verduras, entre ellas los tiernos tirabeques. Recordemos que la prima mensa acababa con el foie con col, puro plato de lujo.


El postre o secunda mensa consistía en un montadito de manzana, queso y membrillo. La manzana, en este caso en compota, solía aparecer en los postres romanos, lo mismo que los huevos solían aparecer de aperitivo: Ab ouo usque ad mala, nos recuerda Horacio en sus Sátiras.  En este postre, a la compota de manzana aliñada con pimienta se añadía el queso mató y el membrillo, creando una combinación ligera y deliciosa. Un postre digno de un patricio.



En conclusión, el menú romano del AQ era más que recomendable, de sabores agradables y equilibrados. Representativo de los platos más típicos de la cocina romana, ya sea por tradición (habas, col, queso) ya sea por ser representativos de los banquetes y de los recetarios. Un menú que compensaba las carencias de los banquetes originales, pues éstos abundaban en platos repletos hasta arriba de condimentos y especias que impedían paladear los sabores principales, o eran traídos a la mesa en un orden que impedía destacar correctamente los sabores. Un menú que, para acabar, resultaba ya perfecto con el acompañamiento del pan de la colonia y de un vino de ánfora de sabor muy afrutado, hecho para la ocasión de Tarraco Viva.


domingo, 2 de junio de 2013

TARRACO A TAULA: PUERROS CON MIEL Y GARUM

Hace unos días, nos desplazamos al festival Tarraco Viva 2013 donde pudimos degustar diversos platos de inspiración romana. La iniciativa de Tarraco a Taula engloba diversos restaurantes de la ciudad que ofrecen diversos menús más o menos inspirados en los recetarios antiguos y adaptados a nuestro paladar actual.

En esta ocasión visitamos el restaurante AQ, que ofreció un muy buen repertorio de platos significativos de la cultura romana, además de deliciosos.

Comentaré a lo largo de los días algunos de los platos que más nos llamaron la atención.
Entre la gustatio se hallaban unos fantásticos puerros hervidos y aliñados con miel y garum. Los puerros eran muy tiernos y el aliño de miel y garum era equilibrado y no era ni empalagoso ni salado. Todo un acierto de la cocina del AQ.



Posiblemente se trate de un plato inspirado en el recetario de Apicio, quien recomienda cocer los puerros en agua con un puñado de sal y aliñar con aceite, garum y vino puro.
Pugnum salis, aquam et oleum mixtum facies et ibi coques et eximes. Cum oleo, liquamine, mero et inferes. (De Re Coquinaria 3, X, 1)

En el AQ optaron por sustituir el vino por miel.
Apicio, por su parte, incluye los puerros en la composición de numerosas salsas, junto a las hierbas aromáticas y las especias.

Los puerros se cuentan entre los alimentos preferidos de los emperadores, un auténtico alimento de lujo. Era una de esas verduras capaces de abrir el apetito, por lo que se servían generalmente en la gustatio, y se apreciaban no sólo por su sabor, sino por esa capacidad para agilizar la digestión de los comensales y poder seguir así degustando otros platos de postín. 
Nerón
Nerón los tomaba puntualmente para cuidarse la voz. La mayoría, sin embargo, los tomaban simplemente por su sabor, y forman parte habitual de los menús que menciona Marcial en sus Epigramas. Este mismo Marcial recomienda, sin embargo,  besar con la boca cerrada después de haberlos consumido.  


Placer y dietética, los puerros eran un alimento refinado para los romanos quienes, poseedores de tierras, se convertían en consumidores de un producto creado en ellas. La agricultura fue siempre una fuente importante de riqueza para Roma. La agricultura era un signo de civilización.

jueves, 30 de mayo de 2013

KUANUM EN TARRACO VIVA: LA DESPENSA DE CATÓN

Mediterrània Antiga se ha desplazado este último fin de semana al festival romano de Tarraco Viva donde ha podido participar del taller La despensa de Catón y la cocina de la República del fantástico grupo arqueogastronómico KuanUm!


El taller fue estupendo, divertido y superinteresante. Tras una breve explicación sobre la cocina de la época republicana, nos transformamos todos en esclavos y rehicimos tres recetas: pan, una especie de olivada y los liba, los pastelillos que servían para ofrecer a los dioses. Nosotros nos decantamos por estos últimos.

La elaboración del libum era bastante sencilla. Se necesitan 400 gr. de queso tipo mató, 100 gr. de harina –mejor de espelta-, un huevo, sal, hojas de laurel y hojas de laurel en polvo.
Se mezclan y amasan el queso, la harina, una pizca de sal, una pizca de laurel en polvo  y el huevo. 

Se coge un poco de la masa y se extiende sobre una hoja de laurel, cubriendo la hoja y dándole forma y abombándolo como si fuera un sushi. Cubrir las hojas de laurel y disponerlas sobre una bandeja de horno, previamente calentado. Deben quedar crujientes.



El taller de KuanUm se completó con la degustación de nuestra obra –de las tres recetas en total-, así como de unos huevos, que iniciaban la gustatio, y unas compotas de manzana, que lo acababan, siguiendo la màxima de Ab ouo usque ad mala. Nos ofrecieron también unas bebidas, que iban desde la humilde agua hasta el mulsum, pasando por una especie de posca para estómagos audaces. Los brindis y los buenos deseos completaron un taller de lo más interesante. Pensamos volver! 
Felicidades KuanUm!