domingo, 23 de noviembre de 2014

PATINA Y MINUTAL

Cotilleando por el recetario de Apicio De re coquinaria llama la atención la presencia de recetas que llevan el nombre minutal y patina. Se encuentran en el Libro IV, un capítulo titulado Pandecter, que se dedica a platos que conllevan gran cantidad de ingredientes de lo más variado, además de ser platos sencillos de elaborar y bastante contundentes. Es decir, son composiciones culinarias sencillas, completas  y muy populares. Veamos en qué consisten.


Las patinae se llaman así por el recipiente donde se elaboran, una especie de sartén o cazuela ancha y honda, provista de tapa y asas,  donde se cocina y se sirve el plato. Las patinae eran una especie de pasteles salados compuestos de verduras, pescados o carnes que tenían quizá la consistencia de budin, puesto que se cuajaban con huevo, o bien podían parecerse a una quiche o incluso a una lasaña. Al resultar un plato compacto, era muy cómodo para comer también en el triclinio, puesto que se podía trocear fácilmente y tomarlo con los dedos. En el Libro IV de Apicio aparecen nada menos que treinta y siete recetas de patinae. Muchas de ellas contienen huevos batidos que se añaden crudos para ligar la salsa. Algunas contienen también harina o espelta (amulum) para espesar. Pero lo que más sorprende es la presencia de sesos entre los ingredientes de siete de ellas. Los sesos cocidos (cerebella cocta) confieren textura y suavidad al plato, y sobre todo sirven para ligar todos los ingredientes, lo mismo que el huevo. Los dos juntos, huevos y sesos, hacen que el plato sea graso, calórico y colesterólico, por lo que no es raro que el sabor se complemente con ingredientes dulces y ácidos, como la fruta.


Veamos como ejemplo una patina de serbas, un fruto del serbal común parecido a unas pequeñas peras:

PATINA DE SERBAS FRÍA Y CALIENTE

Coger unas serbas, limpiarlas, picarlas en un mortero y colarlas. Sacar el nervio de cuatro sesos cocidos, poner en un mortero ocho escrúpulos de pimienta (10 gr.), rociar con garum y triturar. Añadir las serbas y mezclar bien; romper ocho huevos, añadir una cucharada de garum. Untar una cacerola (patinam) limpia, poner a las brasas y echar en ella el preparado. Procurar que tenga brasas por encima y por debajo. Cuando esté cocido, espolvorear pimienta molida y servir. (Apicio IV, II, 33)


Los minutalia son guisos característicos de la cocina popular. Consisten en un plato compuesto de numerosos ingredientes cortados minutatim, es decir, de tamaño diminuto: “es llamado minutal por el hecho de que se hace a partir de pescados, albóndigas y vegetales cortados de manera diminuta” (Isidoro, Etim. XX, II, 29). Más o menos se corresponden con los picadillos y se presentaban muy condimentados y con su correspondiente salsa espesa. Se caracterizaba también por llevar una masa de pasta, llamada tracta, que se troceaba y le daba densidad al compuesto. Como en el caso anterior, se trata de platos muy condimentados y calóricos. 

Fuente de la imagen: http://www.smulweb.nl/

En el Libro IV hay ocho recetas de minutalia, de las que selecciono una al azar:

MINUTAL EX PRAECOQUIS (Minutal de albaricoques)

“Poner en una cacerola aceite, garum, vino; picar unas cebollas secas escalonias y cortar en cuadrados la paletilla de un cerdo cocida. Cuando esté todo cocido, picar pimienta, comino, menta seca, eneldo, rociar con miel, garum, vino de pasas, vinagre en poca cantidad, jugo de la propia salsa y amalgamar bien. Echar unos albaricoques deshuesados, dejar hervir hasta su completa cocción. Envolver con la pasta (tractam), espolvorear pimienta y servir”. (Apicio IV, III, 6)


Prosit!

domingo, 12 de octubre de 2014

LA HIGIENE BUCAL EN LA ANTIGUA ROMA

Lirones, faisanes, erizos, pollo, huevos, morena hervida, aceitunas, ajo, pimienta, vino de rosas, garum y... ¡a lavarse los dientes!


La antigua Roma dedicaba cuidados especiales a la higiene bucal. Tras las comidas, era habitual usar mondadientes (dentiscalpia). Por lo general, consistían en un palillo de madera, una pluma o una astilla de algún material que se pudiera utilizar fácilmente para este propósito. Marcial nos dice al respecto que “el de lentisco es mejor, pero si no tienes un palillo de madera, una pluma puede escamondar tus dientes” (Marcial XIV 22). El lentisco además es una planta cuyo látex sirve para elaborar la almáciga, una goma aromática que casi es el precedente de la goma de mascar.


Por otra parte, existía una especie de pasta de dientes primitiva que se componía de diferentes ingredientes que arrastraban los restos de comida. Este dentífrico contenía polvo de piedra pómez, vinagre, miel y sal, y se atribuye su invención al médico latino Escribonio Largo.

Los comensales romanos contaban también con diferentes remedios para camuflar el mal aliento producido por los precarios cuidados de la boca y las digestiones pesadas. Los poetas satíricos abundan en referencias a la halitosis: “¿Te admiras de que le huela mal la oreja a Mario? La culpa es tuya: le cuchicheas, Néstor, al oído.” (Marcial III 28). Los remedios para camuflar el mal aliento eran diversos. Plinio el Viejo (NH XXVIII 14, 56) recomienda enjuagar la boca con vino por las noches antes de dormir (ante somnos culluere ora propter halitus). Otros, prefieren recurrir a las hierbas aromáticas, como una tal Mírtale que menciona Marcial: “Mírtale suele oler fuertemente a vino y, para disimularlo, mastica hojas de laurel y, astuta, mezcla el vino con hierbas, no con agua.”(V 4). También existían pastillas perfumadas, como las que inventó el famoso perfumista Cosmo, muy mencionadas por los escritores. Según Marcial, una tal Fescenia las tomaba al día siguiente de haber bebido vino, para disimular que era una borracha, aunque también menciona la inutilidad del remedio, que sólo aumenta la fetidez por la mezcla de olores: “Para no apestar, Fescenia, al mucho vino de ayer, te tragas, refinada tú, pastillas perfumadas. Tal desayuno te cubre los dientes, pero no es impedimento cuando un eructo te sale del fondo de las tripas” (Marcial I 87).


Se recurría a los dentistas que, con medios rudimentarios, trataban o minimizaban los efectos de las caries y fabricaban dentaduras postizas. De nuevo encontramos ejemplos en boca del poeta satírico Marcial: “Tais tiene los dientes negros; Lecania, blancos. ¿Cuál es la razón? Ésta los tiene comprados, aquélla naturales.” (V, 43). En un epigrama se dirige a una mujer vanidosa y le echa en cara: “y te quites de noche los dientes igual que las sedas” (IX, 37), y en otro revela, no sin maldad, de una tal Lelia: “Dientes y cabellos –y no te da vergüenza- llevas postizos” (XII 23).

Los dentistas conseguían encapsular los dientes y construir una especie de puente o prótesis de oro. A propósito, una de las Leyes de las Doce Tablas del año 450 aC, que prohibían expresamente depositar en las tumbas objetos de oro, permite, sin embargo, que los muertos pudieran ser enterrados con sus prótesis de oro. La ley precisaba “cui auro dentes juncti erunt”.

De forma más sencilla, había un remedio para el dolor de dientes recomendado por Plinio el Viejo: enjuagar la boca con agua fría por las mañanas pero un número de veces impar (frigida matutinis inpari numero ad cavendos dentium dolores) (NH XXVIII 14, 56).


Para acabar, existía un método para blanquear los dientes. Además de las pastillas de Cosmo, que también blanqueaban, los romanos conocían una costumbre importada de Hispania o del norte de África: enjuagar la boca con orina. El poeta Catulo menciona este método para meterse con un rival en amores, un tal Egnacio, quien “porque cándidos dientes tiene, los hace brillar todo el tiempo”, y nos dice de él “celtíbero eres: en la tierra de Celtiberia, lo que cada uno mea, con esto se suele, por la mañana, el diente y el rojo espacio de la encía frotar, así que, cuanto este vuestro diente más pulido está, tanto que tú más cantidad has bebido, predica, de orina” (Catulo Carm. 39). Y también en otro poema nos dice: “tú antes que todos, único de los de pelo largo, de la conejosa Celtiberia hijo, Egnacio, al que bueno hace tu opaca barba y tu diente, fregado con ibera orina” (Catulo Carm. 37). Sin duda el amoníaco de la orina hacía que la sonrisa del tal Egnacio resplandeciese, matando de envidia a Catulo, que prefiere otros métodos.


Pese a todos los cuidados, la verdad de la verdad es que las dentaduras de los romanos tenían que ser bastante terribles, podridas, pestilentes y feas. 

miércoles, 6 de agosto de 2014

LA COMIDA DEL VIAJERO: LA INSCRIPCIÓN DE ISERNIA

En el Museo del Louvre se encuentra una curiosa lápida conocida como la “inscripción de Isernia” (CIL IX, 2689), que ha suscitado no pocas dudas a historiadores, epigrafistas y estudiosos de la cultura material romana en cuanto a su finalidad y origen.

CIL IX, 2689
La lápida, que mide 95 cm de altura por 58,5 cm de anchura y sólo 31 cm de grosor, hecha de piedra calcárea porosa de no muy buena calidad, se remonta a la primera edad imperial (inicios del siglo II dC), se encuentra en muy buen estado de conservación, y muestra una inscripción textual y otra gráfica.
Vayamos al texto, tal como aparece:

L CALIDIVS EROTICVS
SIBI ET FANNIAE VOLVPTATI V F
COPO COMPVTEMVS HABES VINI ) I PANE
A I PVLMENTAR A II CONVENIT PVELL
A VIII ET HOC CONVENIT FAENVM
MVLO A II ISTE MVLVS ME AD FACTVM
DABIT

El texto se puede completar así:

L(ucius) Calidius Eroticus  
sibi et Fanniae Voluptati v(ivus) f(ecit).

“Copo computemus!” “Habes  vini (sextarium) (unum). Pane(m):
  a(sse) (uno). Pulmentar(ium): a(ssibus) (duobus)”. “Convenit”. “Puell(am):
a(ssibus) (octo)”. “Et hoc convenit”. “Faenum
mulo: a(ssibus) (duobus)”. “Iste mulus me ad factum
dabit”.

Y, finalmente, vamos a la traducción. Para ello, igual que para la transcripción anterior, he seguido a Elisa Terenziani[1]. La primera parte, el titulus, se dedica a Lucius Calidius Eroticus, quien la realizó “en vida” para sí mismo y para Fannia Voluptas. Este es uno de los puntos misteriosos para los epigrafistas, ya que no se ponen de acuerdo si es una inscripción funeraria, o publicitaria del local del tal Lucius Eroticus, o ambas, o incluso paródica al estilo del teatro cómico latino. Personalmente me inclino más por la teoría de la publicidad irreverente del local, como defiende el estudioso Garrett G. Fagan[2], quien considera que el estilo funerario es un juego “literario” para asociar el disfrute de la vida y la presencia de la muerte y que, realmente, es una señal comercial de humor para promocionar una posada. La verdad, considerando los nombres del posadero, Lucio Calidio Erótico, y su “socia” Fannia Voluptas, o sea, Fania Placer, uno puede tener sospechas del tono irreverente y cómico de la lápida. Además el grosor de ésta es sólo 31 cm., lo cual, según Fagan, implica que era lo suficientemente delgada como para ser instalada sobre una pared o sobre un dintel.

Bien, a continación viene un diálogo entre el posadero y el cliente, que se puede traducir así:
  -  Posadero, ¡la cuenta!
  -  Tienes un sextario de vino, un as de pan, dos ases de companaje.
     -      ¡Bien!
  -  La chica, ocho ases.
  -  Bien esto también.
  -  El heno para el mulo, dos ases.
  -  Este mulo será mi ruina.

Tras el texto, se halla una representación gráfica del cliente, con la capa con capucha (paenula viatoria) típica de los viajeros, y con el mulo en cuestión, animal muy usado para cualquier desplazamiento. A su lado hay una figura que seguramente representa el tabernero, el propio Lucius Calidius Eroticus, con quien mantiene el diálogo que salda la cuenta.

Lápida de la tabernera Sentia Amaranis. Museo Nacional
de Arte Romano. Mérida.
Así pues, tenemos aquí un ejemplo de una sencilla comida de viaje. Nuestro viajero ha consumido vino, pan, companaje, compañía femenina y heno para el mulo. Nada fuera de lo común. De vino ha consumido un sextario, es decir, poco más de medio litro (0,547 litros) y no se nos dice el precio. Lo convencional sería un as por sextario, aunque también podría ser un regalo del posadero. Sin duda se trata de un vino de baja calidad, incluso adulterado. Nada que ver con los estupendos falernos, opimianos o nomentanos, sofisticados y sabrosos, que se podían tomar con nieve o aromatizados con pimienta y miel. Nuestro viajero seguramente ha tomado un vino más plebeyo y peleón, puesto que ni se menciona el precio. Debe de ser el “vino de la casa”, de dudoso origen y elaboración. Si en la posada hay un vino mejor, éste se reserva para el propio posadero o sus invitados, o para viajeros de más categoría, si los hay.

Nuestro viajero ha consumido un as de pan. Seguramente tampoco sería panis candidus, el de mejor calidad y mayor precio. Es posible que fuese un panis cibarius, pan negro bastante integral y barato, o panis plebeius, de segunda categoría, o incluso un panis durus ac sordidus, de ínfima calidad.

Caupona de Salvius. Pompeya.
Ha gastado dos ases de companaje. He usado esta palabra para traducir “pulmentar(ium)”, pues esto último significa cualquier cosa que se coma con el pan, y que puede ser carne, pescado, verduras guisadas, huevos, legumbres, o lo que hubiera. La palabra pulmentarium era relacionada en la época con la puls, es decir, con las gachas que son el antecedente del pan en Roma. El mismo Plinio el Viejo nos dice: “aun hoy se llama pulmentarium, que viene de puls, lo que se come con el pan.” (NH XVIII, 19). Sin embargo, la etimología parece que se relaciona con pulmentum, que a su vez se relaciona con pulpa, magro de carne. Pulmentum sería un plato de carne cocida en su salsa, muy a propósito para comerse con pan. La cuestión es que el pulmentarium designa al alimento que se come junto con el pan. Además de carne, pescado, verduras guisadas o legumbres, el pulmentarium podía constar de aceitunas: “Adoba gran cantidad de las olivas que caen, para pulmentario de la familia” (Catón, R.R., 58), o de higos: “Los higos secos, si tengo pan, me sirven de pulmentario; si no tengo, los como en lugar de pan” (Séneca, Ep. 87, 3), aunque lo más frecuente es que fuese queso (caseus).

CIL 06, 10036
Nuestro viajero ha gastado además dos ases para el heno del mulo, compañero indispensable en cualquier desplazamiento en la antigüedad, y ocho ases en la compañía femenina (“puell(am)”). Esta referencia última junto a los nombres que encabezan la inscripción (Eroticus y Voluptati) hace sospechar que se trata de una prostituta, ocasional o no, igual hasta la propia Fannia Voluptas. El sexo era un elemento habitual en las posadas romanas. A menudo estos locales ofrecían a una no muy distinguida clientela el uso y disfrute de prostitutas, asellae. A propósito recordemos el encuentro de Horacio con una “puella” samnita, en un parador próximo a Trivico (“Aquí yo, tonto de mí, espero a una moza mentirosa hasta la media noche”) (Sat. I, 5, 82-85); o bien la pintada “Futui coponam” sobre un muro pompeyano (CIL IV, 8442), muy elocuente también sobre lo que el autor hizo con la tabernera; o el bonito letrero para un establecimiento romano que muestra posiblemente cuatro prostitutas y que lleva el nombre de Ad sorores IIII (“Las cuatro hermanas”) (CIL 06, 10036).

La zona donde fue hallada la inscripción es un poco misteriosa, pues es conocida por aparecer mencionada en muchas fuentes, pero se desconoce el lugar de aparición original. Seguramente podría pertenecer a una posada situada en la localidad actual de Macchia di Isèrnia, antigua Aesernia, localidad situada en la zona del Samnium, justo entre el Lacio y la Campania. Las vías que conectaban estas dos zonas están llenas de puntos de parada de todo tipo, a juzgar por los diferentes hallazgos arqueológicos. Y en la misma Tabula Peutingeriana la ciudad de Isernia se señala con una estación que parece de cierta importancia, y que bien podría ser un establecimiento dedicado al alojamiento y al cambio de los caballos.

Aesernia (en el centro). Tabula peutingeriana.
Así pues, el local de Calidius Eroticus bien puede tratarse de una caupona, es decir, un restaurante de carretera o mesón, un lugar situado en una vía principal del imperio, un lugar de restauración para viajeros. Aunque también puede ser una mansio, una especie de hotel de carretera preparado para pasar la noche. O incluso una caupona situada junto a una mansio, formando parte de algún punto principal de “restauración”. En todo caso, es un local donde se podía comer un plato, presumiblemente graso y caliente, acompañado de vino de la casa. No es un local lujoso, pero sí suficiente para cubrir las necesidades de un viajero no demasiado exigente: comer por tres o cuatro ases (un sextercio), alimentar al mulo por dos ases (medio sextercio) y desfogarse con la puella por ocho ases (dos sextercios). Un local barato si consideramos que un sextercio es también la pecunia alimentaria diaria de un soldado a finales del siglo I dC.

La inscripción ha inmortalizado a Calidius Eroticus y ha conseguido que la oferta de su local se haga permanente.

BIBLIOGRAFÍA

TERENZIANI, Elisa: “L. Calidi Erotice, titulo manebis in aevium”. Storia incompiuta di una discussa epigrafe isernina [CIL IX, 2689]. “Ager Veleias”, 3.09 (2008)



[1] “L. Calidi Erotice, titulo manebis in aevium”. Storia incompiuta di una discussa epigrafe isernina [CIL IX, 2689]. [“Ager Veleias”, 3.09 (2008)]
[2] “The traveler’s Bill?” [APA/AIA Annual Meeting, Philadelphia, Pennsylvania, 2012]

lunes, 14 de julio de 2014

SUPERSTICIONES EN TORNO A LAS MESAS ROMANAS

En los primeros tiempos de Roma, el banquete era un espacio ritual en el que los dioses y los humanos compartían un vínculo, que partía del hecho de que todo alimento procedía de los dioses. El ritual sagrado se mantuvo en los banquetes y formó parte de una codificación cultural que recordaba la religiosidad de los primeros tiempos. Sin embargo, el significado religioso primordial fue olvidándose y buena parte del comportamiento codificado o ritualizado se convirtió en pura superstición mezclada con creencias populares.


Una creencia muy extendida era que no se podía recoger el alimento que había caído de la mesa al suelo y volverlo a poner en la mesa. Si caía al suelo, automáticamente formaba parte del mundo subterráneo de los difuntos, por lo que debía dejarse ahí y, posteriormente, cuando fuese recogido por los esclavos en el momento oportuno, sería quemado como ofrenda a los Lares. 


Lararium. Detalle.
Este precepto que prohibe recoger el alimento caído al suelo aparece en numerosos autores, como Diógenes Laercio (Vida de Pitágoras, 8, 34), Plinio el Viejo (NH XXVIII, 2, 27) o Petronio, quien nos relata una escena muy significativa en el Satiricón: “En el ajetreo del servicio, se cayó al suelo una bandeja de plata y un esclavo muy joven, deseando hacer méritos, fue a recogerla. Al darse cuenta Trimalción, hizo que le dieran al chiquillo un fuerte bofetón por su exceso de celo, ordenando que dejase la bandeja donde había caído para que los sirvientes la barriesen con los otros desperdicios” (Satyr. 34, 2).

Asarôtos oikos. Château de Boudry.
Conviene saber que en la Roma primitiva los difuntos familiares se sepultaban bajo el suelo de las cabañas y que la presencia de estos se consideraba permanente en la casa. Posteriomente, las casas romanas constaban de una estancia principal, el atrium, que era donde estaba el fuego del hogar, donde se comía y donde estaba el altar de los Lares. Posiblemente por ello se considera que todo alimento que toca tierra se pone automáticamente en contacto con el reino de los muertos. Todo lo que toca tierra se considera tabú, sacer, incluidas las hojas y hierbas que sirven para hacer infusiones medicinales.


Lararium en la cocina. Pompeya.
La comida que cae al suelo se le deja a los muertos, las sombras (larvae), que pueblan los comedores. A menudo se representa este motivo en los mosaicos del pavimento, constituyendo el tema del “comedor sin barrer” o asarôtos oikos. Los restos de comida son representados con gran realismo en los suelos de los comedores simbolizando el alimento reservado a las sombras, lo mismo que, quizá, quieran significar las pinturas al fresco que representan naturalezas muertas y platos y alimentos de todo tipo, aunque es posible que su función sea solamente decorativa.


Asarôtos oikos. Aquileia.
El momento de barrer el suelo era tras la prima mensa, cuando se hacía también una lustratio tanto por razones higiénicas, lavar las manos sucias, como para calmar a los muertos que, seguro, han sido molestados por los esclavos que han barrido el suelo y lo han rociado con una capa de serrín de madera color azafrán o rojo.

Jamás se debía barrer el suelo en el momento en que un invitado se levantaba de la mesa: “si cuando alguien se levanta de la mesa se barre el suelo o mientras que el invitado está bebiendo se quita la mesa o los cubiertos, se considera de pésimo augurio” (Plinio, NH XXVIII, 5, 26).

Pero los romanos tenían muchas más supersticiones y creencias ligadas a la mesa y a los alimentos, y, literalmente, cualquier cosa que sucediese durante la comida podía ser interpretado como un presagio. Y no solo durante los banquetes sino también durante cualquier comida, por sencilla que fuera. Por ejemplo, si se mencionaba un incendio se debía tirar agua bajo la mesa para evitarlo: los incendios se evitan, si son nombrados mientras se come, tirando agua bajo la mesa (Plinio, NH XXVIII, 5, 26). Trimalción en la famosa cena oye el canto de un gallo y lo interpreta también como un augurio que indica que se producirá un incendio, por lo que “demudado, encargó a los sirvientes que echasen inmediatamente vino encima de la mesa y que con el mismo líquido regaran las lámparas” (Petronio, Satyr LXXIV), y para acabar de conjurar la mala suerte “pasó la sortija de la mano izquierda a la derecha”, en un acto habitual para evitar malos presagios: cambiar el anillo de dedo, o mejor aún quitárselo.

Besar la mesa servía para evitar las sombras de los muertos y las brujas: “Los invitados nos miramos los unos a los otros bastante asustados y, dando por ciertos los relatos, besamos la mesa para conjurar a las brujas a permanecer en sus casas y no molestarnos” leemos en el Satiricón (Satyr. LXIV). Y en el mismo libro se menciona la prohibición de entrar a la sala del triclinio con el pie izquierdo: “Aturdidos por tanta maravilla, íbamos a entrar en la sala del festín, cuando un esclavo, que estaba allí de guardia, nos advirtió:
-¡Con el pie derecho!” (Petronio, Satyr. XXX)

lámpara de aceite
No se deben apagar las lámparas tras la comida: “¿por qué tienen la costumbre de no apagar las velas, sino que esperan a que se extingan por sí mismas?” (Plutarco, Cuestiones Romanas, 75), puesto que el fuego está consagrado a los Lares y es símbolo de la familia y de la prosperidad doméstica. La mesa tampoco puede permanecer enteramente vacía: “¿Por qué no permitían que la mesa, al levantarla, quedara vacía, sino que siempre dejaban algo en ella?” (Plutarco, Cuestiones Romanas, 64), pues tiene carácter sagrado y simboliza la tierra y sus productos.

Y muchas creencias más, como aquella de los primeros tiempos que prohibía usar cualquier objeto metálico en la mesa y obligaba a usar vajilla de madera o terracota, o la de atribuir mala suerte a servir el mismo plato después de un estornudo, excepto si se comía algo inmediatamente después.

Los números tenían también un valor simbólico. El número ideal de comensales es entre tres, como las Gracias, y nueve, como las Musas, repartidos en tres lechos triclinares con capacidad para tres personas cada uno. Plinio el Viejo nos dice que “el cuatro es sagrado para Hércules y por ello no se debe beber cuatro ciatos o cuatro sextarios”  (et quare quaterni cyathi sextariive non essent potandi) (NH XXVIII, 17, 64), y si el número de invitados no era par no se establecía el silencio en la mesa (Plinio NH, XXVIII, 5, 27).

Acabaré con una referencia a uno de los alimentos que más protagonismo ha tenido en las creencias populares: la sal. La sal tenía un elevado valor ritual: se consideraba divina y se utilizaba en las ofrendas a los Lares y al culto doméstico del Genius, protector de la familia. El valor de la sal en la Antigüedad deriva de su poder contra la corrupción de los alimentos, haciéndolos aptos, durante más tiempo, para el consumo. El salero (salinum) era un objeto que se ponía en el fuego del hogar y simbolizaba la prosperidad familiar. El primer objeto de lujo de las familias romanas es, precisamente, el salero de plata y, según nos dice Horacio (Od. II, 16, 14) se transmitía de generación en generación: “Con poco vive feliz el que en su mesa frugal ve resplandecer el salero que heredó de su padre”.


Salazones Foto: @Abemvs_incena (Tarraco Viva 2014)
La sal, el fuego, la mesa... son elementos divinos por la prosperidad que aportan y por tanto fuente de creencias religiosas y supersticiones populares.

lunes, 26 de mayo de 2014

HIPOTRIMMA, APICIO Y... KUANUM!


El pasado fin de semana nos desplazamos al festival romano Tarraco Viva para participar de las fantásticas actividades relativas a la difusión y recreación del mundo romano. Como no podía ser de otra manera, volvimos a uno de los talleres del grupo arqueogastronómico KuanUm! En esta ocasión se trataba del taller La cocina de Venus, y versaba sobre los alimentos que los romanos podían considerar afrodisíacos, bien por estar relacionados con Venus, bien por su forma, bien por pura leyenda.


Carne de cerdo: afrodisíaca
Alimentos del mar: consagrados a Venus
Alimentos relacionados con la fertilidad
Tras una breve e interesante explicación, que incluía perfumar nuestras manos con agua de rosas y masticar semillas de cardamomo, los participantes nos repartimos para confeccionar diferentes recetas. Nosotros, que somos muy queseros, nos lanzamos a por la Hipotrimma, una receta que aparece, cómo no, en la obra del gourmet romano por excelencia, el famoso Marco Gavio Apicio. La receta es muy fácil de hacer y está buenísima. Se necesita un buen repertorio de alimentos, como queso fresco, tipo requesón o mató, pasas y dátiles remojados en vino dulce, piñones, menta, pimienta, unas hojas de apio –a modo de ligusticum-, unas gotas de garum, algo de aceite, sal, vinagre y vino dulce. Cabe decir que el garum era de cosecha propia, esto es, a base de anchoas y especias puestas a macerar. Olor inconfundible pero sorprendente sabor.

El garum elaborado por KuanUm! en plena maceración

Bien, pues la elaboración es muy fácil. Consiste en machacar en el mortero los piñones, mezclarlos con el queso fresco e ir añadiendo los  demás ingredientes (las hojas de apio, las pasas y los dátiles previamente cortados a trocitos) y ligarlo todo hasta que quede una mezcla dulce y sabrosa. 

En plena elaboración
Espolvorear con pimienta, decorar con piñones y unas hojas de menta y comer preferentemente con bulbos que son, no nos despistemos del tema, alimentos consagrados a Venus. Como bulbos, no siendo posible poner los de nazareno (muscari comosum), que arrasaban en Roma, podemos usar las cebolletas en vinagre de toda la vida.

Resultado final: Hipotrimma apiciana

Tras la elaboración de los platos nos dispusimos a la degustación. Para ello, brindis en honor de los enamorados, “Amantes ut apes, vitam melitam exigunt”,  aperitivos de colocasia – a modo de patatas fritas romanas- y bebidas a base de mosto, mulsum y, para paladares aventureros, posca

El sorprendente aperitivo de colocasia
Felicidades a KuanUm! por su fantástico trabajo. Sin duda volveremos a verlos.


Prosit!

Imágenes: @Abemvs_incena

martes, 15 de abril de 2014

ALITER DULCIA. LAS TORRIJAS DE APICIO.

Las torrijas son de esos dulces que han existido siempre y que se suelen consumir en determinadas épocas del año, en este caso Semana Santa y Cuaresma. Aparecen repetidamente en los recetarios renacentistas, como el Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conservería de Francisco Martínez Montiño (1611), o en los recetarios de las monjas, como comida pobre y de aprovechamiento. También se las relaciona con la ausencia del consumo de carne, algo también muy de Cuaresma. Sin embargo, las torrijas ya aparecen en el recetario romano de Apicio, o al menos  unos dulces muy muy parecidos, la prehistoria de las propias torrijas.

foto: @Abemvs_incena

En el libro VII, apartado XI, dedicado a Dulcia domestica et melcae, que se puede traducir como “Dulces caseros y leche coagulada”, hallamos dos recetas muy parecidas que bien pueden describir la confección de las torrijas:

2. Aliter dulcia: musteos Afros optimos rades et in lacte infundis. Cum biberint, in furnum mittis, ne arescant, modice. Eximes eos calidos, melle perfundis, compungis ut bibant. Piper aspargis et inferes.

Traducción:

2. Otra receta de dulces: poner en leche la miga de pan de mosto (el de África es el de mejor calidad). Cuando haya absorbido bien la leche, ponerlo en el horno sólo un momento, para evitar que se seque.  Sacar, y untarlo con miel mientras está caliente, pinchándolo para que  la absorba.  Espolvorear pimienta , y servir.

La segunda de las recetas es la siguiente:

3. Aliter dulcia: siligineos rasos frangis, et buccellas maiores facies. In lacte infundis, frigis [et] in oleo, mel superfundis et inferes.

Que traducido:

3. Otra receta: romper en trozos grandes un pan de harina de flor y poner en leche; freírlo y luego untarlo de miel.

Si comparamos con cualquier receta de torrijas encontraremos más similitudes que diferencias, pues éstas se elaboran usando pan, preferentemente duro, que se empapa en leche, o vino con miel y especias, se reboza en huevo y se fríe en aceite, endulzándolo después con azúcar, miel, canela, almíbar o especias.
La diferencia principal consiste en el uso del horno para las de Apicio, que no se fríen, y en el hecho de añadir pimienta al final, como contrapunto de lo dulce, pero en esencia es lo mismo.


Bon appetit!

sábado, 22 de marzo de 2014

LACTICINIA II: EL QUESO

El queso (caseus formaticus) es uno de los alimentos más consumidos por los romanos. Era uno de esos alimentos que gustaban a todo el mundo y que consumían todas las clases sociales, desde el esclavo hasta el emperador. Su variedad de tipos contentaba todos los paladares y todos los bolsillos. Se podía tomar en las comidas frías y frugales, como el ientaculum y el prandium. Se podía tomar como postre si era dulce. El seco se servía al final de la cena para despertar la sed y animar la velada. Junto al pan, era el alimento ideal para emprender el viaje. Formaba parte de sopas, postres, ensaladas, aperitivos, y es el protagonista de algunos platos emblemáticos de la cocina romana, como el moretum.



Plinio se sorprende  de que “los pueblos bárbaros, que viven de leche, ignoren o desprecien desde hace tantos siglos las cualidades del queso” (NH XI, 41). Y es que el queso, en sí, es una invención humana, un producto del ingenio, y por lo tanto un alimento de seres civilizados. Pese al comentario, algunos pueblos extranjeros, como los galos, sí consumían queso, aunque éste siempre era fresco, de manera que es mérito de los romanos haber inventado el queso duro o sólido, que se conservaba durante más tiempo.

Las técnicas de elaboración del queso romanas son prácticamente las mismas que las actuales y son las que se extendieron por toda la zona de influencia romana. Las explican detenidamente los agrónomos Varrón y Columela. El primero nos informa de que “los quesos se comienzan a fabricar cuando aparecen las Pléyades de primavera y se siguen fabricando hasta  la aparición de las Pléyades de verano” (Varrón RR II, 11, 4). Para elaborar el queso se prefería la leche de oveja y la de cabra, aunque los diferentes autores reconocen que la de vaca “cunde más para hacer queso que la de cabra” (Plinio, NH XI 41). Columela explica que el proceso de confección del queso debía realizarse inmediatamente después del ordeño para impedir que la leche se cuajase de modo indebido. El cuajo venía filtrado en cestos de junco o recipientes de madera agujereados, las encellas (fiscellae): “e inmediatamente que se ha cuajado se ha de trasladar a las canastillas o cestillas o a las encellas; pues es muy importante que el suero se cuele, y se separe de la materia coagulada” (Columela VII 8). Tras esto se los comprimía con peso para escurrirlos bien  y conseguir una textura sólida, se les rociaba con sal, se almacenaban a la sombra y se aromatizaban con tomillo, piñones o pimienta. “Este género de queso se puede transportar del lado de allá del mar” nos dice Columela para referirse al queso duro y sólido, apto para los viajes.



Por lo que respecta al cuajo, se utilizaba el de origen animal y el de origen vegetal: “Se cuaja por lo común con cuajo de cordero o de cabrito; aunque también puede hacerse con la flor del cardo silvestre, o con la grana del cardo llamado gnico, y no menos con leche de higuera, que es la de da este árbol si le haces una incisión en la corteza verde.” (Columela VII 8). Aunque el cuajo animal es el más habitual, la utilización del cardo (cynara cardunculus) se mantiene hoy día en algunos quesos de la península Ibérica, como los portugueses Serra de Estrela y Serpa, o los españoles Los Pedroches (Córdoba), el queso de la Serena (Badajoz) o la Torta del Casar (Cáceres), todos ellos de oveja. En Italia se utiliza en el caciofiore de la campaña romana, antepasado del pecorino, también de oveja, huelga decirlo.

Leyendo a los autores clásicos podemos construirnos una pequeña guía de quesos de la antigua Roma.
Vamos a ello:

De las Galias procedían diversos quesos, casi todos mencionados por Plinio el Viejo (NH libro XI, 41), quien nos informa de que “en Roma, en donde se conocen de primera mano los buenos productos de todos los pueblos, se aprecia sobre todo el queso que procede de las provincias de Nemauso, de Lesura y de las aldeas de los gábales”. Es decir, de las actuales Nîmes y Lozère, y la zona que comprende la actual Gevaudan; aunque Plinio también nos informa de que este queso “dura poco y se recomienda solamente cuando es fresco”. 

De las zonas alpinas procedían el docleate, procedente de Doclea, la actual Dukla, al sur de la Dalmacia; y el vatústico, procedente de Vatusio, ciudad del territorio de los ceutrones, en los Alpes occidentales. Parece ser que el exceso de queso alpino produjo la indegestión y posterior muerte al emperador Antonino Pío (Capitol. Pius XII, 4-5)

Del otro lado del mar –palabras de Plinio- procedía el queso de Bitinia, provincia romana al noroeste de Asia Menor, en la actual Turquía, mencionado también en la Historia Natural. De Hipata, en Tesalia, procedía un famoso queso mencionado en El asno de oro: “y como oyese decir que en la ciudad de Hipata, la cual es la más principal de Tesalia, hubiese muy buen queso y de buen sabor y provechoso para comprar, corrí luego allá, por comprar todo lo que pudiese” (Apuleyo, I 5).

Ya en Italia, los autores nos informan de tres quesos de la zona de los Apeninos: el cebano, de la actual Ceva, ciudad al norte de los alpes ligúricos, “elaborado en su mayor parte de leche de oveja” (NH XI, 41); el sasinate, de Sassina, en la romana Umbria, actualmente Sarsina. Este queso lo menciona también Marcial: “El campesino no viene a saludar con las manos vacías: trae él las mieles con la blanca cera y un queso cónico de los bosques de Sassina” (Marcial III, 58 35). Parece que una de las características de este queso era su forma cónica, como las metas de la espina del circo (“metamque lactis Sassinate”). Plinio nombra también “el luniense, notable por su tamaño, puesto que sobrepasan en peso incluso las mil libras cada uno” (NH XI, 41). Este queso procedía de la antigua Luna, actual Luni, al sur de La Spezia, y era efectivamente conocido por su enorme tamaño, cosa que lo hacía muy rentable: “Este queso, marcado con el sello de la etrusca Luna, procurarà mil almuerzos a tus esclavos” (Marcial, Xen. XIII, 30).



En la tierra de los sabinos un queso conocido era el queso de Trébula, que se consumía o asado o reblandecido con agua, mencionado por Marcial: “Trébula nos crió y dos agasajos nos mejoran, que se nos ablande sobre débil llama o en agua”. (Marcial, Xen. XIII, 33).

De Roma se conocen dos quesos, ambos ahumados: el vestino y el del Velabro. Plinio nos dice: “muy cerca de Roma se fabrica el vestino, y éste es apreciadísimo si procede de la campiña Cedicia; además su reputación reside en que procede de rebaños de cabras, sobre todo si se aumenta su sabor ahumándolo cuando es reciente” (NH XI, 41). Marcial también lo menciona: “Si quieres hacer sin carne un almuerzo frugal, tienes este queso de los pastos de los vestinos” (Marcial, Xen. XIII, 31). Era muy apreciado el queso comprado en la zona del Velabro, barrio romano situado cerca del foro donde se vendían aceite y charcutería. Parece que se trataba de un queso asado, ligeramente ahumado. Marcial lo ofrece en los entrantes de una cena a su amigo Julio Cerial: “no faltará queso cuajado al fuego del Velabro” (Velabrensi massa coacta foco) (XI 52 10). Era el mejor de los quesos ahumados: “solo el que ha absorbido el humo del Velabro tiene sabor” (Marcial, Xen. XIII, 32).

Existía un tipo de queso prensado a mano (caseus manu pressus), cuajado en agua hirviendo, al que se le daba forma con la mano y posteriormente se salaba y ahumaba. La explicación nos la da Columela: “es muy conocido aquel método de hacer queso que llamamos comprimido con la mano. Luego que la leche está un poco cuajada, se corta mientras está tibia, y después de haberle echado por encima agua hirviendo o se figura con la mano o se comprime en encellas de boj. Es también de gusto no desagradable el que se ha endurecido con salmuera y después se le ha dado color con humo de leña de manzano o de paja.” (Columela VII 8). Este tipo de queso era el favorito del emperador Augusto, quien “Gustaba especialmente de pan mezclado, de pescados pequeños, de quesos hechos a mano y de higos frescos” (Suet. Aug. 76 1).

Existían por otra parte quesos aromatizados con hierbas, piñones, etc. Esto se podía aconseguir bien echando piñones verdes al recipiente donde se recogía la leche, bien mezclando la leche con piñones, tomillo molido o cualquier otro sabor deseado. (Columela VII 8). También la leche recogida junto a ramas de higuera obtenía un óptimo sabor.


Para  acabar, en Roma existía un tipo de queso tierno y fresco similar al requesón. Se le representa en los frescos pompeyanos, dentro de cestitos de junco. Ergásilo, el personaje de Los cautivos de Plauto, enumera lo que ha de ir a comprar al mercado: “¿...jamón y lamprea, caballa fresca, raya, atún y queso tierno?” (et mollem caseum) (Plauto Capt. 851). También Milfión, en El cartaginés, dirigiéndose a Adelfasia para aplacarla, la llama “quesito mío” (meus molliculus caseus) (Plauto Poen. 367). Marcial lo compara con la ligereza de las plumas: “Aunque en temblorosa blandura le ganes al plumón o al queso fresco” (massam modo lactis alligati) (VIII 64 9-10). Y Filemón y Baucis lo presentan a la mesa que preparan a los dioses: “masa de leche cuajada” (lactis massa coacti)(Ovidio Met VIII 666).